Francisco Ferrer Lerín
De niño, en Barcelona, al cruzar la Avenida José Antonio para acceder al parvulario, evitaba, por consejo de la “chica” que me cuidaba y que me llevaba de la mano, pisar las vías del tranvía ante el riesgo de recibir una fulminante descarga eléctrica. La electricidad era aún, para muchos, un elemento nuevo, por lo tanto extraño, que no se sabía manejar, que asustaba.
Este sábado 31 de mayo, invitado por la generosa organización de la Feria del Libro de Zaragoza pronuncié el pregón inaugural de la misma. Llevaba, en una subcarpeta, siete folios en los que había anotado minuciosamente los nombres y fechas susceptibles de ser olvidados, aunque, la verdad, no necesité consultarlos, tan interiorizadas tenía las efemérides, los datos, los vínculos con autores, profesores, periodistas culturales, bibliotecas, librerías, editoriales, todos los factores cuyo apoyo y confianza han supuesto una ayuda capital en el encauzamiento de mi obra literaria.
Para rematar el pregón, y disculpándome de antemano por si alguien pudiera considerarlo un atrevimiento, anuncié que iba a leer un texto redactado mediante Inteligencia Artificial (IA), experiencia que suponía una prueba fehaciente de lo extraordinario de las nuevas tecnologías. Expliqué el modo en que solicité, a través de un chatbot, un breve pregón para la Feria, expliqué que el chat preguntó entonces si yo quería un pregón neutro o uno redactado con las características de algún escritor de mi preferencia, y expliqué la entrega por parte de IA, en una fracción de segundo, de un vibrante pregón, tópico quizá, pero válido incluso como material único para pregoneros carentes de una intensa relación literaria como la mía con la ciudad de Zaragoza y con Aragón en general. Leí el texto robótico, y di por terminado el total de mi actuación, sustanciada, repito, en la enumeración de circunstancias reales fruto de mi exitosa relación con ese mundo literario y, de modo complementario, añadiendo una coda, un texto de origen “artificial”, alusivo a la Feria y a su inauguración.
Pero el resultado no fue el deseado. Quizá no acerté a formular correctamente la advertencia, no acerté en mi intento aclaratorio de qué era lo que iba a leer para cerrar el acto, de cuál era la procedencia de esa lectura, procedencia que no era la del total de mi intervención; o quizá habría que buscar el porqué del desconcierto en otro campo, quizá en el campo del conocimiento, simplemente en que muchos no saben o no quieren saber qué es la inteligencia artificial, no se creen que un “robot” pueda redactar un escrito o, algo peor, temen su llegada, que ya se ha producido, sienten pavor por los cambios, auguran desastres de magnitud sideral, prefieren no pisar las vías del tranvía.