
Daniel Orson Ybarra
Juan Lagardera
Entre el conceptualismo lumínico, el neoexpresionismo abstracto y la pintura óptica, Daniel Orson Ybarra (Montevideo, 1957–Ginebra, 2025), terminó convertido en artista, agarrado a sus pinturas, aunque su mejor obra siempre fue la vida. Todo un vitalista empedernido. Formidable fumador y bebedor, gourmet y políglota, incansable, un alma de vocación universal, epicúreo y de ancha cultura. Oriental de ascendencia vasca –su madre era rusa blanca, y su abuela Anastasia lo introdujo en el dibujo–, hasta que antepuso a sus apellidos el nombre del cineasta por excelencia, con quien se identificaba en casi todo, no solo con su aspecto de gran humanidad. Motear, un vicio muy uruguayo, como el fútbol, que seguía con entusiasmo.
Sufrió con la covid, y no ha podido superar sus secuelas, las que le dejaron postrado en su estudio artístico de Ginebra casi un lustro para, finalmente, dejarnos hace unos días. A pesar de necesitar respiración asistida, trabajó en múltiples piezas y propuestas hasta la última jornada. Ybarra quedó cautivado en su juventud por las pinturas de Joaquín Torres-García, montevideano genial y europeizado como él, cuya obra solía contemplar en el Bellas Artes de esa extraordinaria ciudad de aires vintage. Salió de Uruguay a los 18 para ver mundo y se demoró lustro y medio, recorriendo todos los continentes. «Lagardière –me decía– he llegado hasta la punta más austral de la Patagonia». Con el tiempo se asentó en la misma ciudad que Calvino, su némesis.
La barba siempre arreglada, perfumada, vestido de eterno oscuro, situacionista. Solía ser frecuente su presencia en la feria del arte en Basilea y en el Arco madrileño. Su carrera en Europa empezó mucho antes, cuando conoció en la costa malagueña a un joven emprendedor, Carlos Moreira, quien le llamaría tiempo después para ayudarle en el lanzamiento de su compañía de servicios informáticos, Wisekey, uno de los patrocinadores del equipo suizo del Alinghi que ganó la Copa del América e impuso sus reglas en la ciudad de València, donde durante seis años recalaron los grandes veleros mundiales. Con ellos, Daniel Orson Ybarra se hizo habitual –y perseverante– de Valencia, organizando encuentros y, sobre todo, gestionando un círculo de artistas e intelectuales en torno a la prueba deportiva. Él le dio cariz cultural a la reunión náutica de los más ricos en los océanos. Lo mismo hizo con el foro económico mundial de Davos, en cuyo hall de bienvenida expuso sus «germinaciones» y grandes manchas de color, una línea de trabajo que lo emparentaba con los pintores españoles de la abstracción orgánica, de Gordillo a Sicilia y Murado.
Impulsó, entre otras acciones, la creación de la Fundación Abanico, con la entidad Heritage, creando en la ciudad de Ginebra una serie de encuentros dedicados a la cultura hispánica con artistas, escritores y múltiples creativos, desde el cocinero Ferran Adrià y los músicos Paco Ibáñez y Amancio Prada, al poeta Carlos Marzal o los editores valencianos de Pre-Textos, los «Manolos» y Silvia Pratdesaba, con quienes compartía su pasión por el onirismo pictoricista de Ramón Gaya. También colaboró de forma asidua con los arquitectos del EAAS Grup Barcelona, y coorganizó para la Concejalía de Cultura que dirigía Mayrén Beneyto la exposición ‘Diálogos’ diez entre València y Ginebra, que reunió en las Atarazanas a una serie de artistas durante la Copa del América: él mismo y la malograda Deva Sand, Nico Munuera, Juan Olivares, Nelo Vinuesa o Silvana Solivella entre otros.
En la misma Ginebra, donde se asentó, adquirió una casa y un estudio, contrajo matrimonio y tuvo descendencia –su hijo Mateo es un joven productor y director de cine con una prometedora carrera–, solía encontrarse amablemente con el paseante Jorge Luis Borges. Y allí expuso de forma individual por primera vez. En el 88. Una exposición a la que siguieron cerca de una treinta de muestras personales en Suiza, Francia, España, China o Brasil. En València fue remarcable su presencia en la tercera edición de Papers (organizado por Elca y Banda Legendaria), y su retrospectiva en el IVAM, en 2014, en cuyo catálogo escribieron amigos como el citado Manuel Borrás o Fernando Delgado. En València deja un hondo recuerdo, cuyos pasos fraternales han sido compartidos por Nacho Jiménez y Cristina Macías o los hermanos Agnès y Pablo Noguera.