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EFE/Torben Christensen

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Kravitz y el rock de las chicas

 

Nos llamaban rockeras, y nos complacía. Todavía cortas de identidad, sentíamos la cadera suelta, desplazada por el ritmo sincopado, los riffs de guitarra y las voces rotas. Nos interesaba más la estética del rock que los acordes de quinta rompiendo la barrera del sonido. A veces bastaba una chaqueta de cuero y la melena despeinada para creerse bendecida por la ruptura de los ideales burgueses.

Cuando Burning entonaba “¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?” y Nacha Pop recordaba a la Chica de ayer jugando con las flores de su jardín, nos sentíamos interpeladas. ¡Éramos nosotras! Pero también soportábamos que Lennon en Run of life cantara que prefería ver a la mujer de sus sueños muerta que con otro hombre. Hoy, en cambio, criticamos las letras de los hits que escuchan nuestras hijas, del rap al trap, pasando por el reguetón, sin recordar aquel rock misógino y abusón que tanto nos fascinaba. Con él practicábamos una especie de vaciado de contenido, agarrándonos a sus formas, a su actitud, a la chulería sexy.

Asistí al concierto de Lenny Kravitz en Madrid, y me resultó asombroso que saludara encomendándose a la palabra amor, la más repetida durante su actuación. Con su look icónico, dejaba asomar un breve top metalizado al estilo Rabanne, Lenny empezó a rezar cantándole a Dios I belong to you. Sin estupor, ese temazo que siempre sonó romántico se convertía en una oración ante un público devoto. El músico explicó en The Guardian que halló refugio en la espiritualidad tras descubrir en terapia que no quería ser como su padre; él rompería con “la maldición de la infidelidad” familiar. Tan en serio se lo ha tomado que suma nueve años de celibato.

Es curioso que el prestigio moral de las estrellas del rock se haya medido más por la transgresión y el escándalo que por la excelencia y el compromiso, enredados en el cliché de los malotes melenudos de negro riguroso.

En el concierto de Lenny, el factor femenino se deslizó por el escenario entre todos los músicos: en su ropa, en sus sombreros, en sus cinturas. Una sensualidad encantada impregnaba el antiguo Palacio de los Deportes, sin ingenuidad, con curvas. En el minuto 3.44 de I belong to you, en su estribillo, sentí que la segunda voz me conducía a lo que todavía quiero ser en la vida. Esa levedad profunda. Ese eco. Ese rock.

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24 de abril de 2025

Mario Vargas Llosa, Perú / © Morgana Vargas Llosa

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La puerta que se cierra

 

Al hilvanar una vez Mario Vargas Llosa sus recuerdos de la época del boom, y rememorando a los escritores que junto con él lo integraron, comentó: “parece que a mí me va a tocar apagar la luz y cerrar la puerta”.

Era el menor en edad de esa generación que marcó, y transformó, la literatura del siglo veinte latinoamericano. Si es que debemos llamarla generación. La primera rareza fue que sus integrantes no eran necesariamente contemporáneos, pues entre las edades de Julio Cortázar y Vargas Llosa mediaban más de veinte años.

Lo que de verdad los une es la carga de dinamita que pusieron en los cimientos de la novela latinoamericana en una sola década, la de los años sesenta, que es cuando aparecen La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, en 1962; Rayuela de Cortázar, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, en el mismo año de 1963; y Cien años de soledad de García Márquez, en 1967.

Esas cuatro novelas tuvieron un formidable poder transformador, y dieron por primera vez ámbito universal a una literatura que contaba a Latinoamérica lejos del tradicional lenguaje vernáculo, un proceso de ruptura ya empezado por Juan Rulfo con Pedro Páramo en 1955.

Vargas Llosa tenía 26 años cuando ganó con La ciudad y los perros el premio Biblioteca Breve de la Editorial Seix Barral en 1962, una prueba de precocidad literaria mediante la que convertía su experiencia de adolescente, internado como cadete en la escuela militar Leoncio Prado de Lima, en toda una aventura novedosa tanto de estructura como de lenguaje, al fusionar tiempo y espacio, descoyuntando las historias narradas en cada párrafo, hasta armar todo un rompecabezas capaz de mantener la tensión del relato, y darle la carga permanente de un thriller.

Entre sus muchas virtudes, igual que lo hacía Rayuela por su lado, La ciudad y los perros enseñó una nueva manera participativa de leer, convirtiendo al lector en cómplice del acto literario, por complejo que pudiera parecer.

Yo tenía veinte años cuando llegó a mis manos La ciudad y los perros, y desde la primera vez que la leí quise desarmarla para descubrir cómo estaba construida; Vargas Llosa enseñaba a cada paso procedimientos, y se podía aprender de él con menos riesgo de terminar imitándolo, como indefectiblemente ocurría con Cien años de soledad, donde el caudal verbal se volvía un río capaz de arrastrar al aprendiz entre imágenes desbordadas y el portento de las exageraciones.

La casa verde, publicada en 1996, abría la perspectiva de un universo geográfico que era a la vez un universo narrativo, desde los arenales de Piura, en el noroeste del Pacífico del Perú, donde un forastero alza los muros de lo que sería el prostíbulo de la Casa Verde, hasta la intrincada selva amazónica, Iquitos, Santa María de Nieva, y sus ríos caudalosos.

Geografía de inmensidades, páramos, serranías, selva, poblada por soldados reclutas, chulos, aventureros, misioneros, caucheros, prostitutas, contrabandistas, farsantes, explotadores, recurrente en Pantaleón y las visitadoras, de 1973, El Hablador, de 1983, Lituma en los Andes, de 1993, hasta El sueño del celta, de 2010.

Es un mundo que no deja de ser nunca picaresco, desde luego que sus personajes surgen de la entraña popular, pero que nos revela que esa geografía no se queda en paisaje; y, lejos de toda inocencia, se ampara en ella la oscuridad de la explotación más inicua, como la que ejecuta la compañía Arana en los campamentos caucheros del Amazona contra las tribus indígenas, todo un genocidio patente a los ojos de Roger Casement, el idealista de El sueño del celta, y que ya se hallaba en el relato de La vorágine de José Eustacio Rivera, novela de 1924.

La Casa verde, su novela de 1969, está poblada de periodistas, gacetilleros, policías secretos, cabareteras, estudiantes insurrectos, cantinas, burdeles, bajo la dictadura gris del general Odría. Lima la horrible. La más ambiciosa, y a la que llamaría su obra maestra si no entrara en disputa tan cerrada con otros de sus libros como La guerra del fin del mundo, de 1981; o La fiesta del chivo, del 2000.

Y el cronista del todo latinoamericano, más allá de las fronteras nacionales del Perú, como lo prueban precisamente La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, junto con Tiempos recios, de 2019.

Guerras sin fin y dictaduras militares, fanáticos iluminados y tiranos de tricornio emplumado, la corrupción y el abuso de poder, desde el sertón brasileño del santón de los yagunzos, Antonio Conselheiro, al siniestro reinado del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana, al derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala, por designio de la United Fruit Company y los hermanos Dulles, para instalar a un dictador obsecuente y mediocre, el coronel Carlos Castillo Armas.

Mario Vargas Llosa, con su muerte, ha cerrado la puerta de la más espléndida época de nuestra literatura. La luz, sin embargo, seguirá encendida.

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21 de abril de 2025

'Almanaque' de Péter Nádas (Temporal, 2025)

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Péter Nádas: reflexiones sobre el esfuerzo que cuesta comprender el mundo

Un almanaque es un calendario que recopila información útil, consejos prácticos y fechas importantes para el año entrante. Este volumen de Péter Nádas (Budapest, 1942), aunque se titule así, sería más bien una miscelánea. Publicado en su país de origen pocos años después de que apareciera Libro del recuerdo, el título que le otorgó fama internacional, Almanaque evita limitarse a un género, pues recoge el libre discurrir del pensamiento y la imaginación. El marco temporal encabalga dos años, 1987 y 1988. Y lo que leemos es lo más parecido al vagar discursivo y asociativo de una mente que se ensimisma con recuerdos, paisajes, la historia, objetos, amistades, sentimientos, lecturas y elucubraciones.

Por ejemplo, el capítulo "Mayo" abre con una suposición desconcertante: "Hace unos días, una tarde soleada de abril, mientras a mi alrededor resplandecían árboles de flores blancas, sentí con plena certeza que me quedaba un año de vida". "Con la guadaña uno piensa a un ritmo tranquilo", así que elucubra qué sucedería si llevara razón, aunque luego pasa a hablarnos del perro de los dueños del piso en Berlín donde vivió -"indescriptiblemente feo y tan amable como carente de belleza", aunque con "la mirada de un sabio oriental"- y a describirnos sus paseos por los alrededores con él, cuando lo dejaron a su cuidado durante un viaje. El animal, en cuya cara, insiste, la "fealdad celebra todo un festín", lo invita a teorizar sobre las razones ocultas e inconscientes detrás de la cría de razas puras, como algo innatural: "en el reverso del ideal, de la ilusión y del mito de la pureza de raza, acecha la obsesión del racismo y su ilusión asesina".

Las horas de silencioso diálogo y juego con el animal dan vida de manera misteriosa al recuerdo de cuando volvió con ocho años a casa asegurando que odiaba a los judíos (en clase le explicaron que causaron la muerte de Jesús), a lo que la madre le respondió llevándolo ante el espejo del recibidor: "ahí tienes a un judío, puedes odiarlo tranquilamente", y ya nunca, ante cualquier otro espejo, confiesa, "no me veo a mí, sino al que mira a alguien en el espejo".

Le sigue, siempre en suaves transiciones, el incidente con un pastor alemán que le sirve para meditar sobre la sospecha y acaba con un (des)encuentro, paseando al perro adefesio cerca de la estación de Grunewald, donde "habían metido en vagones a los judíos de Berlín", con un grupo de neonazis adolescentes a los que responde con ironía sus preguntas retadoras. Como punto final, de nuevo la muerte: una ocasión cuando en un entierro se quejó de algo banal como que se le habían helado las orejas, para darse cuenta de que cuando nos expresamos solemos ocultar "otras manifestaciones posibles, más esenciales".

Almanaque es una obra ambivalente. Podría ser una puerta de entrada a la ficción y ensayística de este autor referencial de la literatura europea, ahora que la editorial Temporal recupera su obra, pero también, en el caso de haberlo descubierto antes, una demostración de su versatilidad.

Desde la tranquilidad que estrenaba habiéndose mudado a Gombosszeg, al oeste de Hungría ("¿por qué tan lejos?", le solían preguntar, "¿lejos de dónde?", replicaba, "como si uno pudiera estar lejos de algo por no vivir en la capital", un guiño a Claudio Magris y su Lontano da Dove), invita a los lectores a esforzarse predicando con el ejemplo, ya que "el hombre en realidad no tiende a comprender. Debe extraer de sí el entendimiento forzándolo prácticamente en contra de sí mismo. Y sólo a través de este complicado proceso puede consolidarlo en su conciencia, por lo general débilmente cimentada".

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14 de abril de 2025
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Cuestión de segundos

 

Ese pan integral multigrano para celíacos, para diabéticos, para intolerantes a la lactosa, y quizá también para tartamudos y gonorreicos, que venden a precio de oro en las tiendas de régimen, también llamadas dietéticas, acostumbra a estropearse con cierta rapidez formándose una bonita capa de moho en el interior de la bolsa de plástico. Ayer mi hijo Miqui me preguntó si me interesaba una de esas bolsas de pan enmohecido, una bolsa que compraron en el anterior viaje y que había quedado perdida en un rincón de la despensa (mi hijo sabe de mi recia condición ecologista que me lleva a la entrega puntual de los restos orgánicos a la voracidad de la fauna silvestre). Lancé pues, desde la ventana de la cocina, para el ávido pico de urracas y cornejas, las rebanadas de pan, una a una, sobre las tejas árabes del cobertizo de uso agrícola donde, en su interior, se ahorcó recientemente el hijo del jardinero, pero una inesperada ráfaga de viento desvió la última yendo a parar a la acera de la calle María Virtudes Gimeno. Esta mañana he bajado a echar los desperdicios no degradables al contenedor correspondiente cuando de entre los coches aparcados ha surgido la figura del barrendero (“señor barrendero”, según mis socios progresistas) empujando su carrito y que, con cierta diligencia, se dirigía al punto de la acera donde aún reposaba la rebanada de pan desviada ayer por el viento. Ha sido angustioso, yo no encontraba en los bolsillos la tarjeta que permite la apertura del contenedor, y el barrendero avanzaba inexorable hacia la rebanada. Por fin, he logrado echar la basura y dando alaridos, ¡barrendero, señor barrendero!, he corrido, a toda la velocidad que permiten mis achacosas piernas, en pos del funcionario municipal y, por cuestión de segundos, lo he alcanzado cuando armado de escoba y pala se disponía a recoger la rebanada. Le he propinado un fuerte empujón, he recogido la rebanada y, cruzando la calle, la he tirado por el terraplén en el que prospera una nutrida fauna de pequeños mamíferos y activos insectos. “Barren”, que también podría llamarse así, ingresado en el hospital de referencia, cura de las heridas producidas al golpearse la cabeza, por mor de mi empujón, contra un majano de adoquines.

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3 de abril de 2025

Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo Ed.)

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¿Qué se puede hacer con este dolor?

 

Hace diez años un chico modélico, un rubio nadador llamado Brock Turner, violó a una chica que había bebido demasiado en el campus de la Universidad de Stanford. En el juicio, Brock atribuyó su acción a la influencia de “la cultura de fiesta y las conductas de riesgo”, lo que hoy se denomina “cultura de la violación”. El juez se mostró piadoso con un muchacho que tan solo fue condenado a seis meses –cumplió la mitad–. El estupor de Biden o Harris, entonces fiscal general, resultó estéril. Mientras que la coca, el alcohol y las bragas que los chavales deben alzar como un trofeo –previa caza de sus portadoras– siguen prodigándose entre estudiantes de élite.

El libro Las cosas humanas de Katherine Tuil (Adriana Hidalgo/Amsterdam) se inspira en este caso para activar el entramado de voces subjetivas que entonan su verdad. La contundencia del agresor choca con la incomodidad de la agredida. “¿Usted se masturba?”, “¿Tenía novio?”, “¿Por qué no pidió auxilio?”, “¿Sintió placer?”, le preguntan abogados y jueces que, más allá de los hechos, enjuician la vida sexual de la demandante. Las feministas francesas de los setenta reclamaban que estos procesos tuvieran alcance público –así lo quiso Gisèle Pelicot– a fin de destapar el calvario que mortifica a todas aquellas que no encajan con el perfil de la buena víctima.

Que solo un 8% de las españolas denuncie una agresión sexual demuestra la poca confianza en la justicia y la falta de red. Vergüenza, estigma y el miedo a que su palabra no valga. Lo repitió la denunciante de Alves al inicio del proceso: “No me creerán”. A pesar de la infradenuncia, cada día se notifican 14 violaciones y 55 agresiones sexuales. Una de cada cuatro solo se lo cuenta a la policía. El secreto ensordecedor es el refugio de las mujeres heladas, conscientes de que serán señaladas por haberse metido en la boca del lobo. Se acercaron demasiado, bailaron con su agresor –como en el caso Alves– cuya denunciante incluso entró en el baño con él, y perdió “fiabilidad” y brillo.

Así lo afirman los jueces del TSJC que echaron de menos un vídeo, mira por dónde, demostrando que la sexualidad sigue siendo un terreno resbaladizo, embarrado por los mitos de toros salvajes y mantis religiosas. El nuevo paradigma de la igualdad no ha conseguido terminar con el bucle de revictimización de una mujer violada. Y ¿qué se puede hacer con este dolor?

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3 de abril de 2025

'El amor ha sido mi única culpa' de Małgorzata Nocuń (La Caja Books, 2025)

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El trauma histórico de las mujeres en el desigual y nada feminista mundo soviético

 

Aunque la Unión Soviética dejó de existir en 1991, los imperios como ideario sobreviven y perduran durante generaciones. Al espacio mental que aún se extiende por parte de Europa del Este hasta Asia Central y el Extremo Oriente ruso, la reportera polaca Malgorzata Nocun (1980) se refiere como Postsovietlandia, "un tejido vivo surcado de revoluciones". Para narrar con una mirada premeditadamente femenina lo vivido por las mujeres "hay que empezar por la Segunda Guerra Mundial", porque cimentó las mitologías y el patriarcado que todavía circulan, "cual hemoglobina", por las venas de este vasto territorio.

El amor ha sido mi única culpa se articula a partir de entrevistas, perfiles y testimonios sobre las muy diversas vicisitudes por las que pasaron mujeres bielorrusas, ucranianas, rusas o armenias desde la década de 1940 y que pusieron a prueba su resistencia física y emocional: la guerra (con especial mención al sitio de Leningrado), la falta de hombres, el maltrato conyugal, la disidencia política, el machismo, la carestía y violencia de los años noventa, la LGTBIfobia o los matrimonios forzados. Y aunque la autora da voz también a mujeres que abrazaron el patriotismo misógino soviético, la mayoría ilustran y desmienten el relato de la igualdad de género en el país de los Soviets.

Solo así se entienden las (bio)políticas rusas y bielorrusas actuales, por citar los ejemplos más claros, en cuanto a discriminación y relegación de las mujeres a amas de casa y dadoras de hijos. Recordemos que la violencia doméstica allí está despenalizada, aceptada y justificada; por eso, un lema de las protestas civiles bielorrusas de 2020 fue "mujeres, vida, libertad".

El ruso tiene una palabra, byt, para la existencia cotidiana o vida doméstica. Si algo pone de manifiesto este ensayo es que una mujer de la Unión Soviética (y luego de esa Postsovietlandia) partía de una byt desventajosa, como describe en sus relatos Ludmila Petrushévskaia.

Si no tenemos en cuenta que el grueso del contenido se refiere a Rusia y, por tanto, cae en alguna generalización -pues no están representadas todas las exrepúblicas soviéticas, especialmente las bálticas, o Georgia-, el trabajo sobre el terreno de Malgorzata Nocun descubre un gran número de interesantes detalles históricos y contemporáneos, así como nombres propios no muy conocidos para los lectores en español. Constata, además, que la beligerancia y la pulsión autocrática en Postsovietlandia se analizan con mayor nitidez desde la óptica femenina.

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1 de abril de 2025
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El ser moral

Oímos discursos como el de la evocada Rita Braidotti y a veces nos callarnos ante el temor de parecer desubicados, ajenos a un tiempo dónde lo usual es aceptar que somos una especie entre otras especies, cuya singularidad no es en absoluto jerárquicamente diferente respecto a la singularidad, por ejemplo, del simio bonobo respecto del simio chimpancé. Hay sin embargo momentos e imágenes que sirven de contrapunto, trayendo a la superficie el rasgo irreductible de nuestra condición; rasgo abismado de ordinario bajo un lenitivo de querellas falsas, causas tan salvadoras como artificiosas y apuestas esperanzadoras que no resisten el juicio.

La imagen de un ataúd ubicado sobre una mesa rodante rectangular dirigida desde sus extremos por dos hombres enlutados que, tras los últimos adioses de un ser próximo al finado, se dirigen a la sala de incineración, esta evidencia de que el ser de palabra está llamado a dejar de ser tal…  genera inevitablemente esa certeza de desarraigo evocado por Octavio Paz (“saberse desterrado en la tierra, siendo tierra”); certeza de la que de inmediato huimos, como huimos de los sueños. Cuando no hay tal huida, ante el abismal destino que le espera como ser de razón, el humano recupera su ansia originaria por conocer y admirar, a la vez que su plena condición de ser moral.

El ser moral no confunde la astenia del cuerpo y debilidad del espíritu que devasta un día u otro a los seres de palabra, con la situación de indigencia y abandono de los empujados a los arcenes por un orden social generador de un mal contingente y gratuito. Fraternizando de inmediato con los ya marcados por la devastación inevitable, se exaspera ante la imagen de las víctimas del mal gratuito, maldiciendo la matriz que lo genera.

Percibiendo que Eurípides y Shakespeare hurgan en esa marca exclusiva del animal humano que es “la imposibilidad de vincularse sin sufrir”, el ser moral no rebaja la tragedia a un sórdido “suceso”, no reduce Medea a un caso de madre desnaturalizada, ni Otelo a prototipo de patriarca maltratador.

El ser moral, defensor ante todo de los seres que (en el relevo de las generaciones) garantizan la persistencia del lenguaje, no entiende la idea de amar aquello que eventualmente le es perjudicial, aprecia las especies animales que son sus aliados y deplora el triunfo de las que le son perjudiciales, a la vez que, en su relación con los demás humanos, se felicita del traspiés del enemigo, viviendo como fiesta propia la fortuna del amigo.

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27 de marzo de 2025
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Los mapas que imaginan

 

En la Galería de las Colecciones Reales hay un mapa que el virrey del Perú encargó en 1615, en tiempos de Felipe III, a Lucas de Quirós, en el que se muestra, acostada, toda la parte sur del continente americano.

La cartografía trataba de fijar un territorio inconmensurable, que seguía siendo demasiado huidizo e incomprensible para que sus misterios no se desbocaran hacia el prodigio y las invenciones; de allí que Felipe II mandara componer en 1569 una serie de mapas y portulanos que, por exactos, fueran de buen servicio a la navegación de la flota española, asediada por los holandeses primero, y los ingleses armados en corso después. Mal podría defenderse la corona con mapas mentirosos.

Para los cartógrafos que se asomaban al abismo de los mares vacíos y los cielos desconocidos, la invención se volvía una tentación constante. En el mapa mundi elaborado en 1500 por el piloto Juan de la Cosa, donde el Nuevo Mundo aparece por primera vez, coloreado de verde esmeralda, figura de manera prominente la isla del preste Juan, descendiente de los reyes magos, vigente desde el tiempo de las Cruzadas.

Más de un siglo después, en 1770, Juan de la Cruz Cano recibió el encargo de Carlos III de elaborar un mapa de la América del Sur. Gastó años y todos sus recursos en cumplir con la comisión real, y el resultado fue de una perfección como nunca antes se había visto.

Pero la perfección fue su ruina. Era tan exacto que servía de prueba para demostrar que España tomaba como suyos territorios que correspondían a Portugal. Así que, por verdadero, fue prohibido, y las planchas de impresión secuestradas.

Las novelas de caballería dieron pie para nombrar territorios que iban surgiendo de la nada para asentarse en los mapas. California, la isla de la reina Califa de Las sergas de Esplandán. O Patagonia, por el gigante Patagón, de Primaleón, pues Antonio de Pigafetta, quien acompañó a Hernando de Magallanes en su expedición alrededor del mundo, atestigua que vio allí gigantes.

Y el Amazonas, nombrado así por Francisco de Orellana porque en medio de la selva le salió al paso una tropa de mujeres aguerridas que le opusieron resistencia en su avance, igual a las que combatieron a Hércules en las riberas del mar Negro.

Lo que se quería ver pasaba a ser lo realmente visto. Esternocéfalos, que tenía los ojos, la boca y la nariz en el pecho, y hombres de un solo pie, que ya están en los escritos de San Isidoro de Sevilla, que clasificó a los seres fantásticos en portentos, ostentos, monstruos y prodigios.

Una corte de mentirosos, como una corte de los milagros, sacados de los retablos de Cervantes. Y la historia de América sería desde entonces una novela, o se contaría como una novela, donde la verdad tenía poca cabida, o gozaba de descrédito.

Aquellos que desmentían los hechos imaginados sólo ganaban aversiones. Juan Pérez de Ortubia, enviado por Ponce de León delante suyo en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, dijo haber llegado a una isla que tenía “hermosas y cristalinas fuentes…pero que no había agua ninguna con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un anciano en los vigorosos de un joven". Nadie le creyó.

El emperador Moctezuma previene a Cortés del daño de las exageraciones: “os han dicho que yo era y me hacía dios...”. Y entonces alzó las vestiduras y le mostró el cuerpo, diciéndole: “Veis aquí que soy de carne y hueso como vos y como cada uno, y que soy mortal y palpable”.

La exageración, entre otras formas de la mentira, pasó a encarnarse en la literatura. Con la independencia, el héroe libertador traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción, esa frontera difusa entre realidad e invención donde nace la literatura. Es imposible que se pueda atravesar la cordillera de Los Andes a la cabeza de todo un ejército, como Bolívar. Pero es lo que ocurre. Lo imposible es lo real.

En el texto de nuestras constituciones fundadoras tocamos con las manos la utopía nunca resuelta. Respeto a los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la justicia. Podemos leer esas constituciones como novelas, fruto de la imaginación.

La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se engendra la figura del caudillo, entre lo que deber ser y lo que realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea el asombro que primero se llama real maravilloso, y luego realismo mágico.

El reinado de lo arcaico sobrevive en sus esplendores caducos y la historia entrega de cuerpo entero a los dictadores a la novela. Y la historia, que empezó a urdirse en los mapas y a asentarse en los pliegos y los memoriales de los cronistas, será, en adelante, escrita por los novelistas.

 

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24 de marzo de 2025
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Debra Paget

 

Hoy me he enterado de que Debra Paget sigue viva. Nació en Denver, Colorado, el 19 de agosto de 1933, se convirtió al cristianismo evangélico en la década de los noventa, dirigió un programa radiofónico evangelizante en la Trinity Broadcasting Network (TNB) y, en la actualidad, vive retirada, con sus hermanas, en Houston, Texas, y podría ser la menor de ellas.

Debra se asocia indefectiblemente a películas míticas como Demetrio y los gladiadores (1954), con Victor Mature, y Los diez mandamientos (1956), con Charlton Heston y, sin embargo, su aspecto exótico queda mejor realzado, aprovechado, puesto en valor, en el binomio El tigre de Esnapur y La tumba india, rodadas en 1958/1959 por Fritz Lang (Viena, Austria, 1899 – Beverly Hills, EE.UU, 1976), binomio conocido como Epopeya India.

Mantuve de 1961 a 1964 una estrecha relación erudita con Pedro Gimferrer Torrens (Barcelona, 1945), quizá la persona con mayor caudal de conocimientos sobre literatura y cinematografía, y con mayor capacidad memorística para manejarlos, de todas las que he tratado a lo largo de mi ya larga vida. Fueron años de gran intensidad con visitas diarias a librerías de nuevo y de viejo, a galerías de arte y a salas cinematográficas. Gracias a Pedro, llamado también El Sabio y, a veces, Potencia, lo de Pere/Pera vendría tiempo después, descubrí El tigre de Esnapur y La tumba india, dos cintas cercanas al concepto “cromo” rodadas por un Fritz Lang del que yo ya había visto El testamento del Dr. Mabuse (1933), La mujer del cuadro (1944) y Rancho Notorius (1952), estrenada esta última en España con el título de Encubridora.

Traigo ahora a colación estos datos porque acaba de fallecer Natalia Cidraque Castrobirlaque, mi fiel ayudante en los campos de la algoritmia y la ortopedia, a la que conocí en el vestíbulo del cine barcelonés al que acudí, con Pedro Gimferrer, en 1963, a visionar las dos coloristas cintas protagonizas por Debra Paget. Pedro, arrollador, como siempre, tropezó con Natalia en el patio de butacas al terminar la proyección, derribándola y saliendo rápido a la calle, quizá sin darse cuenta del accidente, quedando yo solo para pedir disculpas y acompañar a su casa a la perjudicada. Un acompañamiento que supuso el inicio de una gran amistad y de una colaboración en lo profesional que ha durado hasta estos días. Natalia sufría osteítis deformante, conocida también como enfermedad de Paget.

 

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20 de marzo de 2025
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Historias mínimas de Santiago de Chile

1. Tengo

“Tengo hambre”, murmuró el anciano al paso de un joven en la estación Cal y Canto del metro de Santiago.
“Tengo sueño”, pensó el joven, mientras miraba las posaderas de la chica de jeans ajustados que empujaba el molinete.
“Tengo asco de la mirada de este baboso”, escribió la chica en el Whatsapp de su grupo de amigas.
“Tengo que terminar con esto de una vez”, se dijo la mujer del abrigo raído, desesperada, hoy sí decidida a saltar.
“Tengo que anunciarles que, por un acto ajeno a la empresa, el metro se encuentra detenido”, anunció la voz del altoparlante.

2. Mirada torva

Cada día me siento ante la mesa del comedor, abro Zoom y aparecen las veinte caras, mirando con sueño, con fastidio, con sonrisas falsas. Es demasiada cercanía.
¿Por qué obligan a los empleados a abrir su intimidad al jefe, a la contadora, a la secretaria? El conjunto de caras me repugna. Sobre todo, el segundo de la primera fila.
Su mirada torva, su gesto vulgar, su boca fruncida en un rictus mediocre.
¿Por qué no apagará esa bendita cámara?
Y me mira. No deja de mirarme.
La segunda cara de la primera fila es la mía.

3. Ausencias del Mapocho

Bajo la luz oblicua de la tarde de otoño, el Mapocho se ve desnudo, desprovisto, vacío. Por las piedras angulares no baja el agua sucia. No bajan las bolsas de basura babosa. No corren las ratas en estampida. No se enroscan los remolinos de burbujas blanquiazules. Y de pronto, con una ausencia más antigua, empiezan a no flotar, cabeza abajo en la falta de corriente, los cadáveres de aquel septiembre que nunca existió.

4. Jeans con heridas de diseño

Carla y yo vimos el filón de inmediato: los jóvenes querían jeans de buena marca e impecable factura rotos por las rodillas, rastrillados en el costado, como gastados, ajados, pero de mentira. Mostrarse aventureros sin serlo. De ahí a las heridas en la cara y los brazos y las marcas de cuchillos y balazos había un paso: con el equipo de cirujanos, Carla pasó a ocuparse de cicatrices de operaciones no hechas y yo de heridas de peleas nunca acontecidas. Hasta que llegó el primero pidiendo que le sacáramos el navajazo de la mejilla.

5. Objeto y sujeto

Se acerca el funcionario municipal flanqueado por dos guardias de bototos de cuero duro y negro. Es de madrugada, el viento sacude la tela percudida del ruco de don Esteban.
“Usted es nuestro objeto de estudio. Tiene que contestar las preguntas del formulario”, declama el funcionario.
“Objeto”, protesta don Esteban. “Soy un sujeto”.
“Usted objeta”, sonríe el funcionario.
“Pero yo sujeto”, dice uno de los guardias.
Los dos mastodontes sujetan al ciudadano en situación de ruco y lo obligan a contestar las preguntas del formulario, transformándolo así en objeto de su estudio sobre el bienestar de la población vulnerable.

6. Un árbol desde mi ventana

Se yergue altivo, se ilumina, se viste de ocres y sombras, danza con el soplo de dioses antiguos, crece ciego a nuestro tiempo, espera la caricia de una ardilla, se alza sobre memorias de bosques olvidados. Mis sueños de libertad y de grandeza viajan hasta el árbol que veo desde mi ventana. Pero ahora él me mira con odio: el árbol de mi ventana se acaba de reconocer en esta mesa de lenca pulida en la que estoy escribiendo su epitafio.

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19 de marzo de 2025
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El Boomeran(g)
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