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Daniel Orson Ybarra

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El caminante que se hizo pintor

 

Entre el conceptualismo lumínico, el neoexpresionismo abstracto y la pintura óptica, Daniel Orson Ybarra (Montevideo, 1957–Ginebra, 2025), terminó convertido en artista, agarrado a sus pinturas, aunque su mejor obra siempre fue la vida. Todo un vitalista empedernido. Formidable fumador y bebedor, gourmet y políglota, incansable, un alma de vocación universal, epicúreo y de ancha cultura. Oriental de ascendencia vasca –su madre era rusa blanca, y su abuela Anastasia lo introdujo en el dibujo–, hasta que antepuso a sus apellidos el nombre del cineasta por excelencia, con quien se identificaba en casi todo, no solo con su aspecto de gran humanidad. Motear, un vicio muy uruguayo, como el fútbol, que seguía con entusiasmo.

Sufrió con la covid, y no ha podido superar sus secuelas, las que le dejaron postrado en su estudio artístico de Ginebra casi un lustro para, finalmente, dejarnos hace unos días. A pesar de necesitar respiración asistida, trabajó en múltiples piezas y propuestas hasta la última jornada. Ybarra quedó cautivado en su juventud por las pinturas de Joaquín Torres-García, montevideano genial y europeizado como él, cuya obra solía contemplar en el Bellas Artes de esa extraordinaria ciudad de aires vintage. Salió de Uruguay a los 18 para ver mundo y se demoró lustro y medio, recorriendo todos los continentes. «Lagardière –me decía– he llegado hasta la punta más austral de la Patagonia». Con el tiempo se asentó en la misma ciudad que Calvino, su némesis.

La barba siempre arreglada, perfumada, vestido de eterno oscuro, situacionista. Solía ser frecuente su presencia en la feria del arte en Basilea y en el Arco madrileño. Su carrera en Europa empezó mucho antes, cuando conoció en la costa malagueña a un joven emprendedor, Carlos Moreira, quien le llamaría tiempo después para ayudarle en el lanzamiento de su compañía de servicios informáticos, Wisekey, uno de los patrocinadores del equipo suizo del Alinghi que ganó la Copa del América e impuso sus reglas en la ciudad de València, donde durante seis años recalaron los grandes veleros mundiales. Con ellos, Daniel Orson Ybarra se hizo habitual –y perseverante– de Valencia, organizando encuentros y, sobre todo, gestionando un círculo de artistas e intelectuales en torno a la prueba deportiva. Él le dio cariz cultural a la reunión náutica de los más ricos en los océanos. Lo mismo hizo con el foro económico mundial de Davos, en cuyo hall de bienvenida expuso sus «germinaciones» y grandes manchas de color, una línea de trabajo que lo emparentaba con los pintores españoles de la abstracción orgánica, de Gordillo a Sicilia y Murado.

Impulsó, entre otras acciones, la creación de la Fundación Abanico, con la entidad Heritage, creando en la ciudad de Ginebra una serie de encuentros dedicados a la cultura hispánica con artistas, escritores y múltiples creativos, desde el cocinero Ferran Adrià y los músicos Paco Ibáñez y Amancio Prada, al poeta Carlos Marzal o los editores valencianos de Pre-Textos, los «Manolos» y Silvia Pratdesaba, con quienes compartía su pasión por el onirismo pictoricista de Ramón Gaya. También colaboró de forma asidua con los arquitectos del EAAS Grup Barcelona, y coorganizó para la Concejalía de Cultura que dirigía Mayrén Beneyto la exposición ‘Diálogos’ diez entre València y Ginebra, que reunió en las Atarazanas a una serie de artistas durante la Copa del América: él mismo y la malograda Deva Sand, Nico Munuera, Juan Olivares, Nelo Vinuesa o Silvana Solivella entre otros.

En la misma Ginebra, donde se asentó, adquirió una casa y un estudio, contrajo matrimonio y tuvo descendencia –su hijo Mateo es un joven productor y director de cine con una prometedora carrera–, solía encontrarse amablemente con el paseante Jorge Luis Borges. Y allí expuso de forma individual por primera vez. En el 88. Una exposición a la que siguieron cerca de una treinta de muestras personales en Suiza, Francia, España, China o Brasil. En València fue remarcable su presencia en la tercera edición de Papers (organizado por Elca y Banda Legendaria), y su retrospectiva en el IVAM, en 2014, en cuyo catálogo escribieron amigos como el citado Manuel Borrás o Fernando Delgado. En València deja un hondo recuerdo, cuyos pasos fraternales han sido compartidos por Nacho Jiménez y Cristina Macías o los hermanos Agnès y Pablo Noguera.

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6 de junio de 2025

'Un trabajo de hombres' de Edith Anderson (Siruela, 2025)

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Edith Anderson y el duro camino de las pioneras al mundo del poder masculino

 

Hay en la condición humana una atracción innata por el poder, al margen de su escala o contexto. La voz narradora de Un trabajo de hombres de Edith Anderson (Nueva York, 1915-Berlín, 1999), novela ambientada en el mundo de los ferrocarriles estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, se maravilla ante la emoción que suscita un billete de tren como una promesa de aventuras en la ciudad de destino, "el lugar donde ha de suceder algo nuevo ahora que se va allí".

Pronto vuelve la mirada hacia el señor Miller -encargado de instruir a un grupo de mujeres jóvenes para su ingreso en la imaginaria Hudson & Potomac Railroad Company, diezmada por la guerra y obligada a aceptar a regañadientes la mano de obra femenina- y hacia sus conocimientos en la materia: él sabe el significado de cada dato impreso en esos billetes, el código de colores y dónde poner el sello para darles validez.

"Para quienes sólo han sentido la opresión del poder de otros sobre sí, es excitante incluso un poder nimio como ese", piensa la señora Jugg, una de las aspirantes que en el capítulo inicial atienden, con aparente concentración, al señor Miller cuando lee el reglamento ferroviario que apenas entienden ("escuchaban igual que se escucha el zumbido de las abejas mientras se lee en una hamaca"). Afuera, la ciudad arde de calor, las fábricas expulsan bocanadas negras de humo. Es una escena de expectativas y desconcierto antes de cruzar un umbral en principio no destinado a ellas: el del ferrocarril, el trabajo técnico, el poder sindical. Todos mundos de hombres.

Ingresar en una esfera masculinizada, pues, es tener acceso a distintas formas de poder, aunque ellas no lo tendrán fácil, pues son recibidas "con miradas lascivas y aullidos de lobo". No es la violencia del improperio explícito, sino la de la indiferencia, la de los supervisores que les niegan horas de descanso, la de los interventores que se ríen al verlas sudar, la de los hombres que les gritan obscenidades por los pasillos al inspeccionar los billetes.

Anderson, comunista convencida que emigró en 1947 junto con su marido, Max Schroeder, militante exiliado durante el nazismo, a la que poco después sería la República Democrática Alemana -donde llegaría a ser una respetada escritora y periodista-, vuelca una mirada feminista sobre la esfera laboral. Y, por encima de todo, muestra cómo el capitalismo promueve la competencia insana entre los trabajadores -tampoco idealiza las relaciones entre mujeres y las tensiones que surgen- y la autoexplotación, de tal manera que se refuerza la violencia estructural. Para esta maquinaria, los cuerpos son material desechable.

En este sentido, Un trabajo de hombres no es una novela de superación en que las protagonistas alcanzan el empleo duramente perseguido, pero sí de transformación: si bien les aguardan más decepciones y humillaciones en el futuro, "sabían algo que no habían sabido cuatro años antes: sabían lo que querían".

Si este título de Anderson rezuma verdad más allá de la ideología de la autora, es en buena parte porque describe unas circunstancias conocidas de primera mano en la Pennsylvania Railroad Company, donde ella trabajó en esos años marcados por el conflicto bélico. Por eso el relato es tan físico (y sensorial), y en su núcleo se concentra la experiencia de los cuerpos extenuados, triturados y descartados.

De ahí deviene que una de las expresiones recurrentes en la novela sea "estar seca". Y, aunque no hay redención ni mitologización de ese sacrificio femenino, se alza el fresco (a partir de un microcosmos concreto) de un mundo en destrucción que, durante e inmediatamente después de la guerra, resurgió a hombros de mujeres, obligadas a llenar el vacío que dejaron los hombres, ya fuera en la familia, la supervivencia existencial o la reconstrucción del entorno.

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5 de junio de 2025

Entrada al campo de exterminio en Auschwitz.

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La ultraderecha europea y el pasado sin sosiego

 

“Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió Willy Brandt para explicar su gesto de arrodillarse frente al monumento a las víctimas del nazismo en el gueto judío de Varsovia en 1970, siendo entonces canciller federal.

Lo que había hecho Brandt era descubrir un sentimiento de culpa soterrado que agobiaba no sólo a la nación alemana, sino también a aquellos países de Europa donde la represión antisemita había encontrado cómplices y colaboradores para que millones de seres humanos fueran a dar a los campos de concentración, y muchos se cubrían aún con el velo de “yo no sabía lo que estaba pasando”.

En Berlín yo era asiduo del cine Arsenal, adonde iba religiosamente cada noche, aun bajo la lluvia helada y las tormentas de nieve, a ver las películas clásicas que presentaban por ciclos, del cine expresionista alemán de entreguerras al neorrealismo italiano, al cine francés de posguerra, al cine japonés. En una de esas sesiones, en 1974, pasaron Noche y niebla de Alain Resnais, un documental de 1956 armado en base a diversos archivos que muestra el horror del genocidio en los campos de concentración, titulado así en alusión a un decreto nazi de 1941 que ordenaba el exterminio.

En la oscuridad de la sala, a medida que la proyección avanzaba, veía siluetas de espectadores que se levantaban y buscaban silenciosamente la salida, y cuando las escenas mostraron a aquellos prisioneros de cabezas rapadas y uniformes a rayas hacinados en los camastros, como espectros, las vistas de las cámaras de gas disfrazadas como baños, y las excavadoras empujando con sus palas frontales los haces de cadáveres hacia las fosas comunes, estallaron aquí y allá en la sala los sollozos.

El sentimiento de culpa salta en las páginas de la novela de Günter Grass El tambor de hojalata, aparecida en 1959. Oskar, el niño capaz de verlo saberlo todo, y que voluntariamente deja de crecer a los tres años, y va y viene por todas partes tocando el tambor regalo de su madre, irrumpe en las reuniones del partido haciendo repicar los palillos sobre el parche metálico, un redoble capaz de romper los cristales, como en La noche de los cristales rotos, un toque incesante que no deja dormir a la historia y atraviesa los años perturbando las conciencias dormidas que no quieren saber y los oídos que no quieren oír.

Memoria contra olvido. En Berlín viví con mi familia en Wilmersdorf, uno de los antiguos barrios judíos, y mi calle, la Helmstedterstrasse, era una de esas calles tranquilas con tilos sembrados en las veredas, que en verano reverdecían relucientes de sol; un modesto desfiladero de edificios grises, bloques de cemento adornados por alguno que otro cantero de flores en los balcones. En el umbral del número 27, el correspondiente a mi edificio, había grabada en el cemento una estrella de David.

En uno de sus costados podía verse todavía un viejo anuncio comercial de antes de la guerra, de colores ya indefinibles, quizás un anuncio de polvos dentífricos, o de crema para la piel donde figuraba una muchacha rubia; sólo recuerdo aquel rostro de muchacha ya apagándose para siempre, como un fantasma del pasado que se oculta en sí mismo, se borra y se esfuma en la nada.

En 2012, cuando yo hacía tiempo me había ido de allí, y tantas cosas habían pasado en mi vida, fueron colocadas en la vereda delante de la puerta, como se estaba haciendo en todo Alemania y en otros países de Europa, unos adoquines conmemorativos, Stolpersteine, con los nombres y los datos de los habitantes del edificio que habían sido sacados de sus viviendas para ser llevados al campo de concentración de Auschwitz, en 1942 y 1943. Son diez los adoquines. Lotte Hofmann, por ejemplo, tenía 16 años; Hermann Isler, 71 años.

Ese sentimiento de culpa ante la aniquilación ha venido siendo arrastrado a través de las décadas hasta traspasar el siglo XXI y marcar a la Europa moderna, al grado de que para Alemania y tantos otros países se vuelva un tabú condenar al régimen de Netanyahu por las repetidas masacres, también de aniquilación, contra el pueblo palestino en Gaza, como repuesta a las operaciones terroristas perpetradas por Hamás en octubre de 2023.

Cuando Brandt se arrodilla frente al monumento a las víctimas del nazismo en 1970, la Europa entonces en construcción quiere partir de sólidos supuestos democráticos, que sustentados en instituciones duraderas eviten en el futuro cualquier regreso a formas autoritarias, o totalitarias de gobierno. El espejo del pasado es el nazismo. El del presente, al otro lado del muro de Berlín, el mundo soviético que empieza en la República Democrática Alemana, dominado aún por el férreo estalinismo, como lo demostró la represión brutal de los tanques rusos para acabar con la Primavera de Praga en 1968.

Por eso es una anomalía la aparición en aquel mismo año de 1970 en Alemania de la organización terrorista de extrema izquierda Fracción del Ejército Rojo, conocida como banda Baader-Meinhof, y cuyas acciones, asesinatos, asaltos bancarios, secuestros, habrían de prolongarse, aunque de manera muy debilitada, hasta 1998; tal como es una anomalía hoy, 80 años después del fin del nazismo, la manera en que prosperan no sólo en Alemania, sino en otros países de la Unión Europea partidos de extrema derecha que levantan banderas parecidas a las del fascismo: proclamas de superioridad racial, intolerancia frente a los emigrantes, nacionalismos exacerbados.

La banda Baader-Meinhof era un grupo clandestino que no apelaba a los votantes, sino al terror. Hoy, el partido Alternativa por Alemania (AfD), ha quedado en segundo lugar en las recién pasadas elecciones parlamentarias, con el 21% de los votos, no obstante que la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, el servicio de inteligencia del Estado, lo califica como una organización extremista, contraria al Estado de derecho, porque “su concepción étnico-racial del pueblo no es compatible con el orden fundamental democrático y liberal”, y porque “devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, excluyéndolos de su participación en la sociedad. “Esta idea del pueblo se concreta en una actitud del partido contraria a los migrantes y a los musulmanes”.

Las organizaciones ultras de derecha obtuvieron en las elecciones para el Parlamento Europeo del año pasado un 27% de los escaños, un porcentaje que hace 40 años no alcanzaba el 4%. Y en esas elecciones han sido la primera fuerza en Francia, Italia, Hungría, Austria, Bélgica y Eslovenia, y la segunda en otros seis países, según un análisis de Stefen Forti en la revista Nueva Sociedad.

El desprecio racial antisemita queda soterrado en su discurso oficial ante el odio discriminatorio contra los musulmanes y demás inmigrantes de diferente color de piel, religión y cultura. Pero no se trata sino de un disfraz. En el fondo, sigue viva la concepción que llevó a millones a terminar en los hornos crematorios, como los habitantes del edificio donde llegué a vivir en Berlín. El horror que hizo a Willy Brandt caer de rodillas para pedir perdón en el gueto de Varsovia.

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4 de junio de 2025
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Inteligencia letal

De niño, en Barcelona, al cruzar la Avenida José Antonio para acceder al parvulario, evitaba, por consejo de la “chica” que me cuidaba y que me llevaba de la mano, pisar las vías del tranvía ante el riesgo de recibir una fulminante descarga eléctrica. La electricidad era aún, para muchos, un elemento nuevo, por lo tanto extraño, que no se sabía manejar, que asustaba.

Este sábado 31 de mayo, invitado por la generosa organización de la Feria del Libro de Zaragoza pronuncié el pregón inaugural de la misma. Llevaba, en una subcarpeta, siete folios en los que había anotado minuciosamente los nombres y fechas susceptibles de ser olvidados, aunque, la verdad, no necesité consultarlos, tan interiorizadas tenía las efemérides, los datos, los vínculos con autores, profesores, periodistas culturales, bibliotecas, librerías, editoriales, todos los factores cuyo apoyo y confianza han supuesto una ayuda capital en el encauzamiento de mi obra literaria.

Para rematar el pregón, y disculpándome de antemano por si alguien pudiera considerarlo un atrevimiento, anuncié que iba a leer un texto redactado mediante Inteligencia Artificial (IA), experiencia que suponía una prueba fehaciente de lo extraordinario de las nuevas tecnologías. Expliqué el modo en que solicité, a través de un chatbot, un breve pregón para la Feria, expliqué que el chat preguntó entonces si yo quería un pregón neutro o uno redactado con las características de algún escritor de mi preferencia, y expliqué la entrega por parte de IA, en una fracción de segundo, de un vibrante pregón, tópico quizá, pero válido incluso como material único para pregoneros carentes de una intensa relación literaria como la mía con la ciudad de Zaragoza y con Aragón en general. Leí el texto robótico, y di por terminado el total de mi actuación, sustanciada, repito, en la enumeración de circunstancias reales fruto de mi exitosa relación con ese mundo literario y, de modo complementario, añadiendo una coda, un texto de origen “artificial”, alusivo a la Feria y a su inauguración.

Pero el resultado no fue el deseado. Quizá no acerté a formular correctamente la advertencia, no acerté en mi intento aclaratorio de qué era lo que iba a leer para cerrar el acto, de cuál era la procedencia de esa lectura, procedencia que no era la del total de mi intervención; o quizá habría que buscar el porqué del desconcierto en otro campo, quizá en el campo del conocimiento, simplemente en que muchos no saben o no quieren saber qué es la inteligencia artificial, no se creen que un “robot” pueda redactar un escrito o, algo peor, temen su llegada, que ya se ha producido, sienten pavor por los cambios, auguran desastres de magnitud sideral, prefieren no pisar las vías del tranvía.

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2 de junio de 2025
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La impotencia del hombre ante la naturaleza

 “​Libre al momento es la naturaleza, / ​​de soberbios señores despojada;/ ​ ​ella misma por sí rige su imperio, ​ ​/sin dar parte a los dioses.” (Lucrecio De rerum naturae, II, 1510-1515.).

En este fragmento célebre, Lucrecio nos pone en guardia contra una pretensión que ha atravesado lo siglos pero que en nuestro tiempo alcanza particular acuidad. Si la naturaleza no da parte a los dioses, menos aún rendirá cuenta ante los hombres. Se infiere de ello que ese rasgo de la singularidad humana que es la técnica, sólo puede explotar las potencialidades que la naturaleza misma ofrece, y así de alguna manera seguir sus directrices, siendo vana la idea de modificar el trasfondo mismo de la necesidad.

Y sin embargo está muy generalizada en nuestras sociedades la idea de que el comportamiento humano no sólo pone en peligro los equilibrios necesarios a nuestra persistencia y al entorno que la posibilita, sino que de alguna manera afectaría a la naturaleza misma.  Para bien o para mal (y la idea general es que más bien para mal), la técnica humana sería susceptible de afectar a la naturaleza digamos en sus entrañas.

Esta polaridad está incluso presente a la hora de elucidar sobre catástrofes, otro tiempo consideradas meramente naturales, pero hoy en parte atribuibles a la presencia humana. Al respecto, una vez más fragmentos de un texto aquí varias veces evocado:

“¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! / Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: “Todo está bien”/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas »

Este lamento de Voltaire tras el terremoto de Lisboa es una queja contra el optimismo ontológico que caracteriza a la filosofía de Leibniz: un dios computador había conseguido crear un mundo que respondía a la máxima optimización el mejor de los posibles (“todo está bien, decís, y todo es necesario”).  Pero sobre todo es una queja contra la propia necesidad que, para Voltaire, no podía tener otra forma que la propia naturaleza, ciega ante las expectativas de los humanos, víctimas intrínsecas de la misma. No es seguro que tal sea hoy la queja que se eleva ante el tremendo seísmo de Birmania. Consignas como “Salvar el planeta”, son expresivas de esta nueva percepción del lazo entre la naturaleza y la técnica. Parece recaer sobre la humanidad una sombra de responsabilidad; víctima de sí misma, la humanidad constituiría además una amenaza para la naturaleza como tal. Todo esto constituye una suerte de fundamental error ontológico. El hombre no puede ser responsable de lo que le ocurre a la naturaleza en sí, simplemente por impotencia ante la misma, aunque ciertamente sí puede y debe aspirar a explotar las posibilidades que la naturaleza le ofrece no ya para vivir sino (y sobre todo) para “bien vivir”. Bien vivir provisional y permanentemente amenazado. Pues lo implacable de la necesidad natural acaba retornando, de manera inmediata por la inherencia de esa modalidad de cambio corruptor que es el tiempo en el seno mismo de la naturaleza humana. Una vez más cito las admirables líneas de Octavio Paz:

“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.

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2 de junio de 2025
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Pornografismos

 

Comisariado: Luis Migrañas & Rosario Escudella. Producción conceptual: El Funambulista sonámbulo.

Apoyo institucional: Ministerio de Ansiedad. Financiación alternativa: Criptomonedas afectivas. Traducción simultánea: disponible bajo demanda solo los días de luna llena. Lugar: Fundación para el Colapso, Paseo Colón 92, prorrogable según los ritmos del deshielo cultural.

Pornografismos es una exposición transdisciplinar. No se trata de mostrar obras, sino de activar procesos. La exposición asume el formato de laboratorio escénico donde el visitante no es pasivo, pero tampoco activo: es un cuerpo en tránsito epistemológico, un sujeto afectado, un receptor vulnerable.

En un mundo sobresaturado por el giro icónico y el archive turn,  Pornografismos se pregunta: ¿Qué ocurre cuando el discurso sustituye a la experiencia? ¿Cuándo la afirmación identitaria se vuelve performance obligada? ¿Cuándo la crítica institucional es mercancía absorbida por la propia institución?

En este tardo-antropoceno, donde la performatividad del nosotros ha sido engullida por la interfaz digital, la crisis del sentido, la acumulación de desafectos ingobernables y el agotamiento de las epistemologías, Pornografismos emerge como acto de resistencia ontológica y a la vez como sabotaje radical al display normativo. Como afirmaría Marcel Expositivo, “no se trata de ver, sino de interpelar los pliegues no-binarios del archivo trans-material”. Este es un espacio para la hibridación de prácticas deconstructivas, donde el espectador —o mejor dicho, expectador— se disuelve en un proceso de reapropiación somática de paradigmas que aún no existen.

Inspirado en el ecofeminismo tentacular de Donna Haraway, los cantos de frontera líquida de Anna Tsing y los rituales tribales de Achille Mbembe en su fase más vaporosa, esta muestra bebe también del optimismo cruel de Lauren Berlant y el tecnouniversalismo de Yuk Hui. El público debe llegar con un nivel de conciencia sensorial radicalmente expandido y al menos tres lecturas de Manuel Borja Siurell tatuadas. Pornografismos nace de la necesidad urgente de preguntarse: ¿y si dejamos de mostrar arte y empezamos a mostrar los procesos digestivos de la cultura?

Este proyecto no solo interroga, sino que vomita preguntas sobre la relación entre cuerpo, tecnología, institucionalidad y la estética de la desorientación intelectual. La exposición se articula en cinco áreas temáticas que funcionan como ecosistemas interconectados. Cada sala propone una instalación o performance inmersiva que explora un eje conceptual a través de lenguajes creadores de comunidad.

Sala 1: transhumanismo y hongos de resistencia

Gertrudis Clorofila, artista bioháptica de agencialidad marginal, presenta Cuerpos intermitentes con límites comestibles, una escultura viva hecha de kombucha solidificada, piel de aguacate y routers reciclados de la Generalitat valenciana. Su pieza El cuerpo que no cuelga del sistema es el único que puede bailar en libertad subvierte el display tradicional al colgarse de la nada mediante campos electromagnéticos que desafían la gravedad olística.

La instalación propone una visualización orbital y horizontal, con auriculares que solo funcionan si los lames. Esta crítica a la antroponormatividad museística alude directamente a los círculos relacionales de los nuevos materialismos. El público debe caminar descalzo sobre musgo fermentado mientras escucha lecturas de Judith Butler susurradas en guaraní por una cabra doméstica y respiración colectiva sincronizada.

Sala 2: epistemologías del sur noroccidentalizadas

El colectivo Xiomara Riobombo, performer decolonial y activista de la oralidad deslocalizada, presenta una serie de performances grabadas en VHS ecológico. La pieza Descolonízame esta mirada o te desfragmento la retina mezcla danza contemporánea, gritos en quechua, textiles bolivianos y fragmentos de un TED Talk hackeado de Aaron Belkin. Performance audiovisual en 12 canales de desinformación poética. Aquí la decolonización no es un fin, sino un proceso sonoro. El suelo entero reproduce mensajes de WhatsApp sígnicos descompuestos por IA, mientras el público solo puede avanzar caminando sobre la culpa estructural.

Sala 3: identidad, interseccionalidad y gelatinas políticas

Carmen Nebulosa, artista no binaria, neurodivergente y exorcista del archivo institucional, presenta una instalación de gelatina multicolor titulada Identidades en estado de post-coagulación. Cada color representa una dimensión de la interseccionalidad: racialización, clase, género, dislexia estructural y trauma generacional heredado vía streaming. El público puede comer parte de la instalación, generando una experiencia digestiva performativa que actualiza la identidad como proceso en fermentación. Incluye paneles de Citas que nadie ha contrastado.

Sala 4: display performativo y fatiga antropocénica

Casimiro Flux, ingeniero emocional y artista climático, propone una experiencia inmersiva de 32.248 horas, donde la sala se va inundando lentamente con vapor de agua recogido de los suspiros de miles de ecologistas cansados. La obra El Antropoceno no me afecta porque yo ya estoy destruido genera una atmósfera de ansiedad compartida. El público recibe un inhalador de aromaterapia antropolítica mientras camina en círculo bajo un foco intermitente, interactuando con pantallas rotas que devuelven solo partes de su rostro como crítica a la supremacía de la selfie blanca.

Artista sonoro especializado en el crujido de glaciares y el susurro de microplásticos, Casimiro Flux construye un espacio que replica los sonidos del planeta en colapso emocional. La obra La Tierra también tiene ataques de pánico está compuesta por 14 altavoces embutidos en esponjas vegetales. La estética relacional alcanza su extremo cuando el público debe abrazar un altavoz que llora mientras escucha un poema de Lol Preciado recitado por Siri. Esta sala deviene metáfora de la desmaterialización del arte y del burnout curatorial.

Sala 5: hibridación institucional y autosabotaje relacional

La última sala está vacía. ¿O no? Tal vez es una biblioteca secreta. El visitante debe completar una beca artística mientras escucha fragmentos de Deleuze y Foucault remezclados con techno rural. El display se ha desmaterializado. La institución ha sido hibridada. Ahora tú eres la obra. Y también el problema.

“No entiendo nada, pero creo que me ha cambiado el metabolismo”, decía un miembro del colectivo Desorientados del Sexo. “Yo solo venía a buscar el baño y ahora tengo dudas sobre mi relación con el capital”, comentaba un joven con AirPods de Apple. “Me gustaría volver, pero creo que la exposición ya está dentro de mí”, decía un espectador visiblemente afectado.

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27 de mayo de 2025
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Marianne Faithfull, venus de las pieles

Marianne Faithfull nació en 1946, de modo que tenía uno o dos años menos que casi todos los Rolling Stones, con los que mantuvo relaciones más que estrechas. Los que han puesto cara de asombro cuando me he referido al club de jóvenes dorados que conformaron en algún momento los Rolling Stones con los hijos más hedonistas y turbulentos de la aristocracia inglesa, suelen olvidar que para empezar Marianne Faithfull era baronesa, y su título procedía la celebérrima y pintoresca familia del Leopold von Sacher Masoch, del que surgió el concepto “masoquismo”.

Siempre he dicho que ya antes de Sacher Masoch había masoquistas, y que son detectables en Homero, pues ya en la Ilíada vemos algunos adictos al dolor, pero el concepto que iba a definir toda una tendencia de la condición humana no cristalizó hasta la aparición de la novela de Sacher Masoch La venus de las pieles, donde vemos las evoluciones de un hombre sufriente y extremadamente adicto a su sufrimiento, en manos de una mujer con látigo y de naturaleza claramente sádica.

El sadismo ya estaba definido desde Sade, faltaba definir a su oponente dialéctico, y esa flauta la tocó, con bastante gracia y mucha fantasía kitsch, el varón Leopold von Sacher Masoch, el antepasado más ilustre de Marianne Faithfull. Pero claro, no todos los títulos nobiliarios tienen el mismo valor ni todas las baronías el mismo significado. Supongo que no es lo mismo heredar el marquesado de Sade que el ducado de Rosacruz, los dos son bastante simbólicos pero el primero lleva un añadido que lo hace engordar abismalmente: todo lo que implica la vida y la obra del marqués más escatológico y sangriento (al menos en sus obras escritas) de toda la historia de la humanidad.

¿Heredó Marianne Faithfull el masoquismo arquetípico y fundamental que caracterizó a su más distinguido antepasado? Todo indica que sí. Parte de lo que nos va a ocurrir en la vida depende un poco de cómo interpretemos nuestro propio nombre y del significado que le damos. Si heredas el apellido Guzmán le puedes poner mil significados, desde el original “hombre de Dios”, “hombre bueno”, a otros muchos significados entresacados de la historia popular, pero si heredas el apellido Sacher Masoch ¿cómo lo interpretas? Enseguida estás obligado a pensar en La venus de las pieles. Curiosamente, Marianne Faithfull fue una especie de venus de las pieles, por un lado lo fue, y por otro una especie de mártir cristiana que busca la extraña redención del dolor.

¡Qué vida la suya! Primero fue una escolar taimada y torpe de colegio religioso, luego fue intérprete de canciones dulzonas y temblorosas de la época “yeyé”. Por aquel entonces era novia de Mick Jagger y muy amiga de Brian Jones y Anita Pallenberg, con los que pasaba largas jornadas de disipación y carnaval.

A ella le debemos las imágenes más resplandecientes de Anita Pallenberg, y que junto a ella fue la otra gran musa del Swinging London, movimiento sobre el que Marianne proyectó una mirada llena de comprensión y de humanidad, sin por eso omitir todo lo que hubo de estupidez y de fango en la movida londinense de los años sesenta.

Tras su época con los Stones y su intento de suicidio en Australia, donde tuvo un viaje astral con Brian Jones, Marianne Faithfull se hundió en el abismo de la heroína junto a su amiga Madelaine, y juraría que permaneció más de diez años prostituyéndose en el Soho. Asombrosamente, salió de ese abismo y de otros. No le ocurrió lo mismo a su amiga Madelaine (a la que dedicó la canción Lady Madelaine), y que apareció muerta en su casa tras golpearse repetidas veces la cabeza contra la pared. La muerte la refiere con angustiosa lucidez Tony Sánchez, el camello español de los Rolling que era por aquel entonces novio de Madelaine.

Cuenta Marianne que en su época de prostituta tuvo una tarde como cliente a su antiguo novio Mick Jagger. Al parecer Mick la contrató tras cruzarse con ella en una calleja del Soho, y copularon precipitadamente en la trastienda de un establecimiento dedicado al revelado de fotografías. ¡Para no creerlo! Al final resulta que la realidad puede llegar a ser más simbólica que la literatura.

Pero Marianne consiguió dejar atrás todos esos infiernos y hacia los cuarenta años reapareció, como una radiante reina de la noche que ha atravesado de parte a parte la oscuridad, y fue entonces cuando nos regaló sus mejores canciones. Y ahí seguía, con su mirada mansa y profunda, esta mujer tan cargada de bien y de mal que casi resultaba sobrenatural hasta que en enero de este año nos dejó para siempre, ella, que parecía tan resistente, ella, que en su época más gloriosa y sufriente compuso la letra de la canción más  honda y desesperada de los Rolling Stones: Hermana morfina.

Que la tierra le sea leve.

 

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20 de mayo de 2025
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Vidente

Sabía que Carlos Alcaraz iba a derrotar a Jack Draper en los cuartos de final del Masters 1000 de Roma por un confortable 6-4, 6-4. Lo supe ayer en uno de esos momentos de extrema lucidez, antes frecuentes y en la actualidad sumamente escasos. Cruzaba rápido la Avenida Oroel por el paso de peatones situado frente al convento de Las Benitas cuando, tras un episodio de tormentas, se abrió de improviso el cielo y vi claro el resultado, aunque no estuviera en ese instante pensando ni mucho menos en el tenis, sino en los términos en que era razonable que me dirigiera al público en el inicio del pregón que pronunciaré el 31 de mayo en la Feria del Libro de Zaragoza. Han pasado muchos años desde 1968, cuando Joaquín Marco Revilla, mi editor de La hora oval y mi profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, entusiasta seguidor entonces de todos los recovecos de mi biografía, me preguntó, aparentemente muy interesado, sentados uno frente a otro en el jardín de su casa de aquel barrio sencillo de la parte alta de la ciudad, cómo conseguía ganar siempre al póquer, y a mi respuesta de que, a menudo, tenía la visión exacta de los naipes que se iban a servir del mazo, respondió con una carcajada a la vez estentórea y terrorífica. Incomoda, siempre se ha dicho, al hombre corriente, la proximidad del genio.

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19 de mayo de 2025

Tomás March

Blogs de autor

Elogio del hombre afable

 

El mundo cada vez más acelerado de hoy olvida; abandona la meditación y la cordialidad. Un observar tranquilo y relacionarse con los demás mediante la educación, el respeto y un buen ánimo son, en cambio, las mejores cualidades del ser humano moral. Constituyen el carácter afable, y no es fácil encontrarse con personas que lo posean. Una de ellas se ganó mis respetos y cariño, mi lealtad como amigo también, y acaba de dejarnos. Tomás March, «joven», muy querido, a quien los lectores ubicarán entre Valencia y Sevilla, con incursiones artísticas en Madrid y por las playas mediterráneas de Benicàssim.

Digo joven de Tomás March, a pesar de sus setenta y pocos años, porque siempre se sintió como tal en su forma de vivir y comprender el mundo. Tomás pertenecía a la generación que propuso la batalla cultural del último tercio del siglo XX, tolerante y abierta, feminizada y alegre, liberal de espíritu y libre hasta donde se podía. Humanista. Fue joven estudiante de Filología Inglesa junto a quien iba a ser su compañera de por vida, Salomé Cadenas; con ella abriría un bar bohemio en los callejones de la calle de la Paz, «la calle más calle que he visto nunca» según le dijo Luis Cernuda a Gil-Albert asomado a uno de sus balcones . No era un local cualquiera. Rodeado de tascas castizas donde se tapeaba con patatas bravas y cañas desventadas, su Café Malvarrosa, lejos del mar, emulaba en la escala valenciana a los cenáculos de tertulias intelectuales y artísticas que marcaron la época anterior a las masas.

El Malvarrosa de Tomás y Salomé, y también de Toni Moll más tarde, no era el Gijón matritense, ni la Rotonde ni el Flore parisinos o els 4 Gats o el Almirall del modernismo barcelonés. Pero en su atmósfera de la Valencia de entonces era una ínsula de Barataria, dedicada a los gustos de sus promotores centrados en la poesía, la pintura, el flamenco y la tauromaquia. Tomás March siempre fue fiel a tales disquisiciones estéticas. Se convirtió incluso en editor. Por aquel Café Malvarrosa deambulaban a deshoras el maestro Paco Brines, los quites taurinos del poeta Carlos Marzal o Pepe Cardona el Persa, quien igual leía en voz alta a Paul Auster que recortaba papelitos bajo premisas kirigami. También la melena rojiza de Carmen Alborch o el collagiste Alberto Luna. La tribu de aquel café respondía a la nueva vanguardia de la ciudad.

En los 80, Tomás March abandonó la barra y las mesas de mármol y hierro forjado por una galería de arte contemporáneo en el jardincito de una calle de la antigua Xerea, la judería medieval. Como si fuera un pedazo de interior urbano berlinés, fecundó la galería Temple, inaugurada con una exposición de Xavi Mariscal, el compañero de viaje dibujante en aquellos años de Miquel Barceló. El cartel original de Mariscal en la Temple, abril del 83, se ha reimpreso como pieza de culto. Y no mucho después llegó Arco, la feria que propulsó Juana de Aizpuru y a la que March se entregó en cuerpo, alma y amistades.

Ya como Tomás March en solitario, con Xisco Mensua, Manuel Sáez, Toni Domènech, Gerardo Sigler o Ana Prada en la formación de la galería, perdido Miguel Ángel Campano para siempre, se convirtió en epicentro de la feria del arte y de su siempre controvertido comité de selección. La «cuadra» de Tomás acogió también a los artistas sevillanos y andaluces de los 80 y 90, de Chema Cobo a Curro González, de Rafael Agredano y Fede Guzmán a Pedro G. Romero, no en balde nunca faltaba a la Semana Santa sevillana de la que vivía empapado o a alguna de las gigantescas corridas de la Maestranza, la caverna sagrada de los toros y sus silencios.

Junto al inseparable Norberto Dotor, el art hunter de la galería Fúcares en Almagro; de Juan Riancho, de la santanderina Siboney, o de Rafael Ortiz y Rosalía Benítez, de Sevilla, solían ocupar una de las «plazas» más representativas del pabellón 2 de Arco. Tomás March abría el primero y cerraba el último, acogía a todos mientras desprendía su buen humor de siempre. Y aunque pudiera departir una vez con Leo Castelli, para cenar era asiduo del Bogotá en la calle Belén de Chueca, el favorito de la vecina Aizpuru también. Y de allí a la tourné de la Gran Vía madrileña: Chicote, De Diego y el Cock, acodados ante la chimenea sin fuego del bar más memorable del país. Tomás era un fumador empedernido y bebedor social. A pesar de llevar siempre un gin-tónic en la mano jamás le vi perder la cabeza ni la lengua o la bonhomía. Y aguantaba hasta el final, la hora del cierre y un par de minutos más, como si fuera un pedernal, siguiendo las afiladas invectivas de Ricardo Meneu y las hermosas risas de Nieves Grau, al modo de una columna que sostuviera la sociabilidad de lo moderno español.

Con Tomás March organizamos algunas exposiciones inolvidables en el Club Diario Levante, artistas que él se encargaba de descubrir. Fue mi guía durante algunos años en ese mundo conspicuo de la contemporaneidad. Lo del flamenco y la tauromaquia me venía grande, prefería el fútbol. Él, en cambio, fue socio pionero del Valencia Basket de Juan Roig, al que valoraba con aprecio, y en su compañía acudí alguna vez al pabellón de la Fuente de San Luis, donde saludaba afectuosamente a casi todo el mundo. Tiempo después, su hija Salomé March, le llevaba de visita por los locales de música electrónica e indie, recordando los tiempos en que escuchaba por Biniaraix al hijo más pequeño de Robert Graves, Tomàs Graves y su sobrasada folk. También le hice de proel en su barquito de vela, el snipe, un delicioso verano solleric, disfrutando como niños.

Nunca perdió la media sonrisa, ni en los momentos dolorosos, que los hubo. La llevaba puesta, como la calma, en cuanto salía de casa. Hablé con él la última vez el miércoles día de Sant Jordi, quedamos a comer para la semana siguiente, con el mapa de Sevilla en la mano. Bromeamos sobre la mala salud de hierro tras su parkinson, que no le impedía acudir a todas las mascletás de las Fallas. Siempre afable, siempre gozoso, epicúreo. Murió en la madrugada siguiente. De madrugá, como insinúa un inexistente canon del ser. Tomás March es el mejor ejemplo que conozco del estar que existe fuera de sí, para los demás, criado en la juguetería familiar de la plaza del Ayuntamiento, su dasein, un atributo alemán.

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16 de mayo de 2025

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El mundo en un vinilo

Sin compararnos con los preparacionistas y sus kits de supervivencia para encarar la llegada del apocalipsis, los conspiranoicos que en todo atisban manos negras o los desconfiados de que cualquier tiempo futuro sea mejor, lo cierto es que nos embarga una sensación de colapso. Parece que nuestra cabeza, e incluso nuestro mundo, estén abarrotados como el buzón del correo, a punto de bloquearse. “No más acontecimientos históricos”, suplican algunos ciudadanos que sienten un pavor inclasificable. Cuanto más exaltamos los placeres sencillos, más sofisticada se pone la inteligencia, de forma que lo artificial parece poder superar gran parte de las limitaciones humanas, excepto la estupidez.

Tantos debates estériles sobre energía, seguridad o aranceles nos distraen de un vacío que se agiganta. Entre mis amigos ha regresado la fantasía del pueblo, el huerto y las gallinas, una tendencia que siempre inspira más a los urbanitas que a los nativos rurales. Porque esa idealización del pan recién horneado y las sombras frescas en los empedrados esconde los hedores porcinos y la visión inclemente del campo yermo.

Desde hace algunos días he encontrado una chispa de alegría en los vídeos de una tienda de vinilos del Mercado de las Pulgas de París. Las paredes, cubiertas de portadas que nos recuerdan lo jóvenes que fuimos, acogen a sus visitantes que eligen viejos elepés mientras se mueven al ritmo de Lisa Stansfield o Womack & Womack. Por un instante, se borra toda marca de los pequeños dolores que se inscriben en el ánimo y ese cuchitril se convierte en un santuario de felicidad.

No hay un gesto de dimisión en el acto de comprar una radio de pilas –glorificadas por el apagón–, un tocadiscos o una máquina de escribir sino de autosuficiencia. Nos hemos hecho dependientes de una comodidad incómoda, y hasta pretendemos que el mando a distancia gradúe la intensidad de nuestras vidas como un medicamento regula la serotonina cada vez más insatisfecha.

Yo había olvidado cuánta dicha cabe en un vinilo mientras la aguja surca el disco negro y de repente tropieza con esa raya que nos hace recordar cuán imperfectos somos. Fluir es un verbo de moda que anula el compromiso. Girar, en cambio, es un desafío constante que abraza los temblores del alma y del cuerpo. Deja que suene la música.

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15 de mayo de 2025
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El Boomeran(g)
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