“Libre al momento es la naturaleza, / de soberbios señores despojada;/ ella misma por sí rige su imperio, /sin dar parte a los dioses.” (Lucrecio De rerum naturae, II, 1510-1515.).
En este fragmento célebre, Lucrecio nos pone en guardia contra una pretensión que ha atravesado lo siglos pero que en nuestro tiempo alcanza particular acuidad. Si la naturaleza no da parte a los dioses, menos aún rendirá cuenta ante los hombres. Se infiere de ello que ese rasgo de la singularidad humana que es la técnica, sólo puede explotar las potencialidades que la naturaleza misma ofrece, y así de alguna manera seguir sus directrices, siendo vana la idea de modificar el trasfondo mismo de la necesidad.
Y sin embargo está muy generalizada en nuestras sociedades la idea de que el comportamiento humano no sólo pone en peligro los equilibrios necesarios a nuestra persistencia y al entorno que la posibilita, sino que de alguna manera afectaría a la naturaleza misma. Para bien o para mal (y la idea general es que más bien para mal), la técnica humana sería susceptible de afectar a la naturaleza digamos en sus entrañas.
Esta polaridad está incluso presente a la hora de elucidar sobre catástrofes, otro tiempo consideradas meramente naturales, pero hoy en parte atribuibles a la presencia humana. Al respecto, una vez más fragmentos de un texto aquí varias veces evocado:
“¡Desgraciados mortales! ¡Oh tierra deplorable! / Oh amasijo espantoso de todos los mortales / ¡Eterna controversia sobre dolores vanos!/ Engañados filósofos que proclamáis: “Todo está bien”/ Acudid, contemplad las ruinas horribles, / Los fragmentos, los guiñapos, estas pobres cenizas »
Este lamento de Voltaire tras el terremoto de Lisboa es una queja contra el optimismo ontológico que caracteriza a la filosofía de Leibniz: un dios computador había conseguido crear un mundo que respondía a la máxima optimización el mejor de los posibles (“todo está bien, decís, y todo es necesario”). Pero sobre todo es una queja contra la propia necesidad que, para Voltaire, no podía tener otra forma que la propia naturaleza, ciega ante las expectativas de los humanos, víctimas intrínsecas de la misma. No es seguro que tal sea hoy la queja que se eleva ante el tremendo seísmo de Birmania. Consignas como “Salvar el planeta”, son expresivas de esta nueva percepción del lazo entre la naturaleza y la técnica. Parece recaer sobre la humanidad una sombra de responsabilidad; víctima de sí misma, la humanidad constituiría además una amenaza para la naturaleza como tal. Todo esto constituye una suerte de fundamental error ontológico. El hombre no puede ser responsable de lo que le ocurre a la naturaleza en sí, simplemente por impotencia ante la misma, aunque ciertamente sí puede y debe aspirar a explotar las posibilidades que la naturaleza le ofrece no ya para vivir sino (y sobre todo) para “bien vivir”. Bien vivir provisional y permanentemente amenazado. Pues lo implacable de la necesidad natural acaba retornando, de manera inmediata por la inherencia de esa modalidad de cambio corruptor que es el tiempo en el seno mismo de la naturaleza humana. Una vez más cito las admirables líneas de Octavio Paz:
“Atónita en lo alto del minuto/la carne se hace verbo-y el verbo se despeña/ Saberse desterrado en la tierra, siendo tierra/ es saberse mortal. Secreto a voces/ y también secreto vacío sin nada adentro:/ no hay muertos, solo hay muerte madre nuestra/ Lo sabía el azteca, lo adivinaba el griego:/ el agua es fuego y en su tránsito/ nosotros somos solo llamaradas”.
