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Escrito por

Marta Rebón

Marta Rebón (Barcelona, 1976), se licenció en Humanidades y Filología Eslava. Amplió sus estudios en universidades de Cagliari, Varsovia, San Petersburgo y Bruselas, cursó un postgrado en Traducción Literaria en Barcelona y un Máster en Humanidades: arte, literatura y cultura contemporáneas. Tras una breve incursión en agencias literarias se dedicó a la traducción y a la crítica literarias. Ha traducido una cincuentena de títulos, entre los que figuran novelas, ensayos, memorias y obras de teatro. Entre sus traducciones destacan El doctor Zhivago, de Borís Pasternak; El Maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov; Cartas a Véra, de Vladimir Nabokov; Gente, años, vida, de Iliá Ehrenburg; Confesión, de Lev Tolstói o Las almas muertas, de Nikolái Gógol, así como varias obras al catalán de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura en 2015. Actualmente es colaboradora de La Vanguardia y El Mundo. Sus intereses de investigación incluyen el mito literario de varias ciudades y la literatura rusa del siglo XX. Fue galardonada con el premio a la mejor traducción, otorgado por la Fundación Borís Yeltsin y el Instituto Pushkin, por Vida y destino, de Vasili Grossman, escogido el mejor libro del año en 2007 por los críticos de El País. Ha expuesto obra fotográfica en Moscú, La Habana, Barcelona, Granada y Tánger en colaboración con Ferran Mateo, quien también participa en sus proyectos editoriales. Ha publicado En la ciudad líquida (Caballo de Troya, 2017) y El complejo de Caín (Destino 2022). Copyright: Outumuro

Foto: Biblioteca Nacional de San Petesburgo. Ferrán Mateo.

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Veinte apuntes de amor a la traducción y una petición desesperada

Notas dispersas sobre el oficio de traducir, con la reciente presentación de la Mesa del Libro en trasfondo

Uno. Toda traducción es una suerte de salvoconducto a otra zona que despierta nuestro interés; en principio, un "coto vedado" debido al desconocimiento del idioma original. El hambre de alimentarnos de historias no se sacia solo con el consumo de obras cercanas. Al leer, somos nómadas. Apátridas que burlan fronteras. En busca de nuevos paisajes narrados, encontramos a autores que ya amábamos incluso antes de conocerlos. "No he conocido / a mis poetas preferidos. / Viven en países distintos / en épocas distintas", escribió Adam Zagajewski.

Dos. Al traducir, se moldea la lengua de destino. Este proceso es similar a como actúa una horma, pues da forma a los idiomas y los ensancha. Nos permite llegar más lejos. Gracias a los traductores -hablamos en este caso del español- podemos hundir los pies en la nieve siberiana del gulag (Varlam Shalámov / Ricardo San Vicente), habitar en la corte del Japón del siglo X (Sei Shōnagon / Amalia Sato) o deambular por las calles tangerinas (Mohamed Chukri / Malika Embarek).

Tres. En épocas de sequía y de cosechas escuetas en una lengua, la traducción sirve de abono para hacerlas más ricas y abundantes. En 1937, unos meses después de que detuvieran en Barcelona a Andreu Nin (y lo hicieran desaparecer), la escritora y traductora Anna Murià reivindicó la figura del político en su faceta de traductor al catalán de obras como Crimen y castigo o Anna Karénina. En el artículo, titulado "Magnífica aportación a nuestra literatura", Murià afirmó: "En una literatura, la traducción es una cosa tan importante como la propia creación. Las letras de un pueblo resultarían de una aridez y de una limitación rayanas en la miseria si no se vertiera en ellas el diverso contenido literario de los demás pueblos. Ser un buen traductor es casi tan difícil como ser un buen creador".

Cuatro. Según Milan Kundera, el primer esfuerzo de quien traduce debería ser comprender las transgresiones lingüísticas del escritor o escritora cuya obra vierte; es decir, aquellos rasgos en que su estilo se desvía de lo normativo, del estilo complaciente, aceptado, previsible. Ahí está el gran reto. Antes de trasladar esa impronta distintiva, hay que saber apreciarla. Y el doble salto mortal sería identificar en esos autores la originalidad que resulta poco visible, sutil, velada. Kundera no se deshace en elogios hacia los traductores que tienden a "mejorar" un texto (supresión de repeticiones, perfeccionamiento de sintaxis, etc.). "Sin duda alguna, se podría escribir mejor una u otra frase de En busca del tiempo perdido. Pero ¿dónde está ese loco que quiera leer a un Proust mejorado?".

Cinco. Decía Borges que el original es infiel a la traducción. Esto, que podría parecer una ocurrencia, resume, en realidad, una poética del oficio de traducir que, en vez de priorizar la correspondencia palabra por palabra, entiende la traducción como un género literario.

Seis. ¿Perdemos algo al traducir un texto de una lengua a otra? Todo acto comunicativo está salpicado de errores y confusiones. Según un antiguo proverbio yiddish, una persona oye una palabra, pero comprende dos. Traducir es el arte de la aproximación y, por ello, hay que saber convivir con despistes y deslices. Apuntaba Ivo Andrić que es fácil descubrir imperfecciones, o incluso errores, en la obra de los mejores traductores, pero muy difícil comprender la complejidad y el valor de su trabajo.

Siete. Se tiende a olvidar, escribió Nina Berbérova en Nabokov y su Lolita, que no pocos libros se han leído y valorado más en traducción.

Ocho. Maurice Blanchot llamaba a los traductores los "dueños secretos de la diferencia de las lenguas" y los "escritores de la más rara especie". En su ensayo Traducir, el crítico francés ahondó en el misterio que rodea a la práctica de la traducción y que, aun estándoles agradecidos a los traductores, ese agradecimiento suele ser "silencioso, un poco despectivo".

Nueve. Aunque la traducción, en principio, tiene que aspirar a sustituir el texto original, debe conservar huellas, rastros, señales de su identidad extranjera. "El extravío de un pórtico griego en la latitud de la tundra... eso es la traducción", comentó Joseph Brodsky.

Diez. Isaak Bábel, apasionado de la literatura francesa, escribió sus primeros textos en la lengua de Victor Hugo. En un relato de su ciclo autobiográfico, el protagonista, recién llegado a San Petersburgo procedente de Odesa, consigue trabajo como asistente de traducción de una mujer adinerada. En la primera revisión que hace de su versión de Miss Harriet, de Maupassant, advierte que no ha quedado en ella rastro alguno de la frase del autor francés, "libre, fluida y con el largo respirar de la pasión". Cuando le devuelve la traducción corregida, la mujer, visiblemente excitada, le pregunta cómo lo ha hecho. Poco antes, el narrador ha desvelado a los lectores cuál es el secreto de la precisión: "Una frase ve la luz, a la vez, buena y mala. El secreto está en hacer un giro casi imperceptible. La manivela debe reposar en tu mano y calentarse. Y hay que darle la vuelta una vez, no dos".

Once. La energía creadora que se necesita para escribir y traducir es muy similar. Por eso, Ósip Mandelstam se mostraba reticente a aceptar encargos de traducción, por mucho que le asediara la pobreza. Decía que por ahí se le escapaba el hálito de la inspiración. Una vez le dijo a Pasternak, en presencia de Anna Ajmátova: "Sus obras completas constarán de doce tomos con traducciones y de uno solo con sus poemas". A Pasternak, en cambio, traducir le permitía dar rienda suelta a su voz -Shakespeare o Goethe mediante, por ejemplo- en un momento en el que, si escribía su propia obra, se arriesgaba a caer en el punto de mira de las autoridades. La traducción: escudo y acto de resistencia.

Doce. Cuando se dice que una palabra que designa una emoción es intraducible, ¿también lo es la emoción en sí? En su ensayo sobre Gógol, Nabokov respondía a esta cuestión así: la ausencia de una expresión particular en el vocabulario de una nación no supone necesariamente la ausencia de la noción correspondiente, pero dificulta su percepción. El acto de nombrar es una manera de articular la visión que se tiene sobre el mundo. "Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras", sentenció Ortega y Gasset.

Trece. "Las palabras apuntan. Son flechas. Flechas clavadas en la piel áspera de la realidad", observó Susan Sontag. Se habla de la importancia de la "intuición" o del "oído" del traductor. La metáfora de esta escritora me hace pensar también en "puntería". El traductor arranca esas flechas y apunta con ellas para clavarlas en otra piel. En el tiro con arco son muchas las variables que entran en juego: la concentración, la velocidad, la dirección del viento, la distancia, el arco, etc.

Catorce. En el único registro sonoro que se conserva de Virginia Woolf -una emisión de la BBC de 1937- habla de las palabras. "Las palabras [...] llenas de ecos, de recuerdos, de asociaciones. Llevan tantos siglos rondando en los labios de la gente, en las casas, en las calles, en los campos...". Y esa es una de las dificultades principales de emplearlas, decía. Y de traducirlas, añado yo. Las palabras (en su caso, se refería a las inglesas) viven en la mente, no en los diccionarios. Se enamoran y aparean con palabras francesas, alemanas, indias, africanas... Las lenguas son errantes, promiscuas.

Quince. La traducción es un taller de escritura. Esta actividad se podría comparar con la que se llevaba a cabo en los anfiteatros anatómicos, como el del siglo XVI que una vez visité en Padua, donde se diseccionaban cadáveres para comprender el funcionamiento del cuerpo humano. "Teatro" deriva del latín, "escena, escenario", y este, a su vez, de la voz griega que significa "mirar, contemplar". El teatro es el lugar donde se ven o se descubren las verdades ocultas de la vida. El texto que se traduce se coloca en la mesa de disección -como en la lección de anatomía representada en el cuadro de Rembrandt-, se abre con el bisturí y se analiza su sistema circulatorio, su corazón, el esqueleto, la médula... Para luego, como dijo Paul Valéry, coserlo de nuevo y "poner de pie a un nuevo ser vivo". Por eso, se suele citar esta recomendación de Julio Cortázar: "Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura [...] que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta de que puede escribir con una soltura que no tenía antes".

Dieciséis. San Jerónimo es el patrón de los traductores. Tradujo del griego y del hebreo la Biblia al latín, su lengua materna. Ya entonces formuló el eterno dilema: "Si traduzco palabra por palabra, suena absurdo; si, por necesidad, cambio en la frase algo que está en un orden parecerá que me he apartado de mi deber". Para perfeccionar el hebreo viajó a Belén, donde acabó muriendo. A menudo aparece representado sentado a la mesa, abstraído en la tarea de escribir, casi siempre con la mirada gacha. En un grabado de Durero de 1514, sobre su cabeza tiene un reloj de arena. Junto con el cráneo o las velas casi consumidas, es un recordatorio de que el tiempo apremia. A veces aparece acompañado de un león; según se dice, le curó una pata herida. Agradecido, el animal lo siguió hasta la tumba. Pero la historia, aunque llamativa, le fue atribuida a él por descuido, pues le corresponde a otro santo de nombre similar, Gerásimo. Una anécdota ilustrativa de que, al traducir, se lidia sin descanso con el error.

Diecisiete. Entre algunos de los placeres de la traducción, Lydia Davis destaca el estado placentero de olvidarse del propio ego. Ese distanciamiento de uno mismo se parece a un intenso viaje. Al traducir, "uno deja de habitar exclusiva y constantemente en su propio país y su propia cultura para situarse a una altura más elevada, con una perspectiva más amplia, más consciente del mundo". Entre los fastidios de ganarse la vida como traductora, comentó: "A los traductores se les paga por palabras... Cuanto más cuidado ponen en su trabajo, menos se les paga por su tiempo: si son muy meticulosos no ganarán mucho. Con un par de libros difíciles le dediqué tanto tiempo a cada página que gané menos de un dólar por hora".

Dieciocho. No existe eso que se llama "traducción canónica". Con cada lectura de un texto literario, se descubren nuevos matices y se deshacen malentendidos. Cuanto más compleja es una obra, más difícil resulta "agarrarla de las solapas" para verle la cara. Un clásico, advertía Italo Calvino, es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. Josep M. Boix i Selva tradujo al catalán El paraíso perdido de John Milton y, durante décadas, no dejó de corregirla. Su última versión se publicó póstumamente con la inclusión de los cambios que el poeta y traductor de Barcelona dejó apuntados con vistas a una nueva edición.

Diecinueve. Escribe Anne Carson en Nox: "Nunca logré la traducción del poema 101 de Catulo como me habría gustado. Pero, a lo largo de los años en que trabajé en ella, empecé a considerar la traducción como una habitación donde se busca a tientas el interruptor de la luz. Tal vez nunca se termina".

Veinte. En un mundo cada vez más distraído, la traducción exige una escucha atenta. Hoy, cuando es habitual silenciar la opinión contraria con un solo clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente. La traducción crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. Petición desesperada. En la nota sobre la reciente presentación de la Mesa del Libro como "foro multilateral entre el sector y el Gobierno", publicada en la web del Ministerio de Cultura, leo que la "apuesta por la traducción" se limita a "impulsar la traducción de libros españoles". Como viene siendo habitual, no se contempla la situación de los traductores en nuestro país, cada vez más precarizados, como si su labor no fuera relevante para la industria del libro y no repercutiera directamente en la calidad de lo que luego se escribe en España. Hay que recordarlo: no hay escritor que no lea traducciones. Los ejes transversales de la Mesa del Libro, dice la nota, serán la distribución, los hábitos de lectura y su promoción, la pluralidad lingüística, la igualdad de género, el reto demográfico y el vínculo entre creación y comercio. En el texto antes citado de Blanchot, se afirma que los traductores, como los poetas, los novelistas e incluso los críticos, son responsables, "a igual título", del sentido de la literatura. ¿La Mesa del Libro arranca con menos sillas de las necesarias? Esperemos que no.

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25 de noviembre de 2020

Foto: Ferrán Mateo

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Querida y terrible Rusia

Keith Gessen, nacido en Moscú y criado en Estados Unidos, confronta sus dos patrias a través de un ‘alter ego' que se ve obligado a regresar a su país de origen para cuidar a su abuela

Todas las familias felices se parecen. La nuestra, obviamente, no era una familia feliz", confiesa Andréi Kaplan, un treintañero emigrado a Massachusetts de niño, cuando el Kremlin autorizó la partida de soviéticos de origen judío, como Brodsky o Dovlátov, en la denominada "tercera ola". Melancólico y dubitativo, el protagonista de esta novela es una versión actualizada del hombre superfluo, incapaz de encauzar su vida, como los Oneguin y los Oblómov. "A mí me gustaba leer y había pensado que los libros me ayudarían a entender el mundo", confiesa. Tras encadenar cursos de cultura eslava en la universidad, en plena crisis financiera global, la realidad le demuestra lo contrario: su cuenta bancaria es un erial, su novia lo deja en un Starbucks, las perspectivas laborales en una facultad son remotas y vivir en Nueva York supone un coste prohibitivo. Solo encuentra salida en una llamada de su hermano, retornado a Moscú.

Decide probar suerte en la jungla darwinista postsoviética y cuidar a su abuela, historiadora jubilada, en el piso que le concedió Stalin. La expectativa de indagar en los recuerdos de la matriarca, y que eso le dé para un texto académico, es otro incentivo, pero descubrirá que la frágil memoria de la mujer casi centenaria apenas emite fogonazos de lucidez: "Mereció la pena intentarlo. Este es un país terrible y no va a funcionar nada, nunca", le comenta al nieto. La relación entre ambos (enfermedad cognitiva de por medio) le sirve a Kaplan de vínculo con su madre muerta y con una historia familiar repleta de contradicciones.

En su segunda novela tras Todos los jóvenes tristes y literarios, Keith Gessen, cofundador de la revista n+1 y traductor de Alexiévich y Petrushévskaia, se inspira en su bagaje personal para perfilar un análisis del reciente paisaje sociopolítico ruso a través de las expectativas truncadas del protagonista. Como él, el autor volvió a Moscú para cuidar a su abuela cuando su hermana, la también escritora Masha Gessen, tuvo que regresar a América por las políticas homófobas de Putin. Para Kaplan, Rusia representa la burbuja nostálgica de sus padres y de su estrecho círculo, el "gueto ruso" del que los hijos ansían huir al "Estados Unidos real". Por eso, no puede confrontar esas ideas preconcebidas sobre su lejano lugar de origen hasta el momento en que vuelve a sus raíces. A medida que traba amistad con moscovitas de todo pelaje y se enamora de una activista, la ciudad deja de ser "el lugar terrible donde había nacido" para convertirse en otra cosa.

Al alejarse del exotismo, Gessen se desmarca de una heterogénea corriente literaria, surgida en 2002 con El manual del debutante ruso, de Gary Shteyngart, e integrada por autores de origen eslavo marcados por su condición transnacional, plurilingüe y migrante. Además de narrar el conflicto intergeneracional, el extrañamiento cultural o el problemático tránsito a la madurez, Gessen confronta sus dos patrias, "terribles" cada cual a su manera. Aunque igualadas por el mismo patrón neoliberal -"la mercantilización de las relaciones humanas"-, la Rusia de Putin emerge como alumna aventajada, inspiradora de otras cleptocracias.

Atraviesa la novela, salpicada de apuntes de literatura rusa, el tema del dinero y la desigualdad como nueva forma de dictadura. Si la gente no puede permitirse hacer nada aparte de sobrevivir (cavila un Kaplan más incisivo), probablemente no se organice ni adquiera ningún poder político. Así que "ya no era necesario meterlos a todos en un gulag". El protagonista se siente frustrado por no saber brindar una "nueva interpretación de Rusia" que cambie la forma en que la gente percibe ese país más allá de los tópicos, algo que Gessen, en cambio, sí consigue.

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16 de noviembre de 2020

Foto: ©Ferrán Mateo

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Una postal desde Auschwitz

Viaje a los campos de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau en el año del 75 aniversario de su Liberación

El pensamiento se articula en el espacio. Leemos o nos dicen: "Aquí fue donde ocurrió", y nos adentramos en el mundo de lo concreto, donde la geografía, el paisaje, se transmuta en testigo. Auschwitz-Birkenau es un lugar. Fue el centro de una constelación de puntos -campos, subcampos, fábricas, granjas, estaciones ferroviarias, oficinas, almacenes, cuarteles, etcétera- unidos con el objetivo común de perpetrar un genocidio. Y, dado que fue concebido y planificado, podemos pensar sobre él, afirmó el historiador Pierre Vidal-Naquet, por mucho que sus consecuencias pongan a prueba nuestra capacidad de imaginar. Allí culminó la obsolescencia de lo humano. "Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate" (Abandonad toda esperanza quienes aquí entráis) está inscrito sobre la puerta del infierno de Dante. En este campo el silencio alcanzó los mil grados de temperatura. De las dos mil hectáreas que ocupaba su complejo, hoy pueden visitarse ciento noventa y una. A diferencia de las operaciones de aniquilación en el Frente Oriental, donde los escuadrones asesinaban sobre el terreno, pueblo a pueblo, dejando un reguero de fosas comunes a su paso, aquí, en este pedazo de tierra polaca, se iba al exterminio tras cruzar la puerta de una factoría de la muerte. Así se había maximizado la eficiencia y minimizado la culpa. Auschwitz es, también, un gran interrogante que, como una reacción en cadena, se desintegra en muchos otros.

Por ejemplo, ¿qué es Auschwitz después de Auschwitz? Estoy en una linde de Oswiecim y sopla el viento cortante de la mañana. A primera vista, parece el límite de un término municipal cualquiera: un puñado de casas con jardín separadas de un terreno baldío por una carretera secundaria. Los nombres en alemán para Oswiecim y Brzezinka -Auschwitz y Birkenau- aparecen en los letreros solo en referencia al museo, como si mediante la lengua extranjera impuesta se intentara distanciar unas localidades, que cuentan con siglos de historia, de lo que allí pasó. Menos de un diez por ciento de las víctimas hablaban alemán y, como contó Primo Levi, eso determinaba recibir o no un castigo. "Cualquiera que se exprese en alemán enmudece instintivamente al leer los carteles redactados en esta lengua", dice el escritor y orientalista Navid Kermani en Por las trincheras .

En paralelo a la carretera, discurre un ramal ferroviario que termina entre matorrales y montañas de gris alabastro. Este no es un sitio cualquiera, sino una profundísima herida en el corazón de Europa. "De todos los puntos del horizonte convergían los trenes hacia lo in-nominado, cargados con millones de criaturas que eran arrojadas allí sin saber dónde estaban arrojadas con sus vidas", escribió en sus memorias Charlotte Delbo. Miembro de la resistencia francesa, así describió su estupor al apearse en ese funesto andén en mitad de la nada, la Judenrampe. Cuando, en 1978, Auschwitz-Birkenau se incluyó en el patrimonio mundial de la Unesco, se creyó que así se habían resuelto los conflictos territoriales que la existencia del museo suponía para las administraciones. Los residentes autóctonos no habían dudado en reclamar las tierras robadas por los nazis a sus padres y abuelos porque querían construir nuevas viviendas y utilizar los prados para el ganado. El informe se hizo con tanta premura que se dejó fuera este apeadero, caído en el olvido.

Hace dieciséis años, cuando vine aquí por primera vez, la Judenrampe era un páramo cubierto de maleza. Hoy, recuperadas las vías e instalada una placa, se ha añadido un solitario vagón para completar la puesta en escena. Como apunta el experto en literatura del Holocausto Efraim Sicher, la pregunta pertinente no es si se puede reconstruir el pasado, sino qué memoria se lega. Auschwitz parece abocado a avanzar hacia la condición de parque temático mientras cada vez quedan menos supervivientes, cuya autoridad moral es la última barrera contra cualquier atisbo de negacionismo. El pasado febrero, en el auditorio de la biblioteca municipal de Oswiecim, escuché a cuatro de ellos, ancianos cuyos movimientos frágiles contrastaban con la dureza del testimonio del hecho imborrable que había marcado sus vidas. Ante decenas de cámaras de medios internacionales, desplazados allí para cubrir los actos del 75.º aniversario de la liberación del campo, bajaban la mirada, abrumados. Cuando el último testigo desaparezca, los relatos que se hayan salvado competirán con las distorsiones de la cultura popular, ya sea en forma de bestsellers, series o películas, así como con la museificación de la historia. Entonces, dependeremos de la memoria indirecta -la postmemoria, para usar el término acuñado por Marianne Hirsch-, de la transmisión del pasado a las generaciones siguientes por medio de relatos, fotografías, documentos, etcétera, aunque esa base documental no siempre garantice de por sí que su significado llegue de manera coherente o accesible. Esta pugna está presente en el último título de Santiago H. Amigorena, El gueto interior, en el que intenta descifrar el silencio y la culpa de su abuelo a través de las cartas de la madre, enviadas desde el gueto de Varsovia.

Oswiecim fue un importante nudo ferroviario que conectaba las redes de tres imperios. Desde aquí se podía llegar a Viena, Berlín, Varsovia, Moscú o Lvov. Los deportados que descendían en la Judenrampe pasaban primero por una selección. En los días claros se vislumbraba la torre de vigilancia de la entrada al campo. Ahora todo el mundo lo sabe: había quienes, engañados, iban directamente a las cámaras de gas en camiones. El resto iba a pie para someterse a la Vernichtung durch Arbeit (aniquilación mediante el trabajo). "Ignoraban que al infierno pudiera llegarse en tren. (...) No saben que a esta estación no se llega. Esperan lo peor, no esperan lo inconcebible", sigue Delbo, con una escritura entre la prosa y la poesía que transita por la sutil línea entre lo insondable y la necesidad de transmitir. "Desde hace años se sabe/ se sabe que ese punto en el mapa/ es Auschwitz/ Eso se sabe/ Y lo demás se cree saberlo", añade. Al leer a Delbo pienso en lo que dijo Jacques Derrida acerca de que todo testimonio responsable compromete una experiencia poética de la lengua, y me pregunto si precisamente en la lengua, en cómo la hemos utilizado desde entonces, se halla la medida de nuestra comprensión -siempre imperfecta- de lo ocurrido.

Cada vez que se ha roto el silencio de un superviviente, Auschwitz ha dejado de estar detrás de nosotros. En sus primeros escritos sobre el impacto que una experiencia traumática tiene sobre la memoria, Freud empleó una metáfora fotográfica: los recuerdos se almacenan en el cerebro como película expuesta sin revelar hasta que un día algo desencadena que la imagen latente por fin se haga visible. El reciente testimonio de Ginette Kolinka, Regreso a Birkenau , ha sido un fenómeno editorial en Francia. Parisina nacida en 1925, Kolinka ocultó a todo el mundo, marido e hijos incluidos, su paso por el infierno a los diecinueve años, junto con su padre, su hermano pequeño y un sobrino. En la Judenrampe, a los dos primeros los animó a coger los camiones, para que no se fatigaran. Mientras ella se sometía al protocolo de ingreso -corte de cabello de todo el cuerpo, desinfección, tatuaje- lo supo: "¿Veis ese humo que hay fuera? ¡Pues ahí están! ¡Son los cuerpos de vuestras familias los que se están quemando!". Más de medio siglo después regresó allí con sus alumnos. Su libro, directo y sobrio, con detalles cotidianos a los que no se suele aludir, interpela al lector: "Yo cuento esto, lo veo, y pienso que no es posible haber sobrevivido a ello. Veo y siento. Pero ustedes, ¿qué es lo que ven?".

"La carretera atravesaba una campiña de color gris ceniciento", así empieza la descripción de la Judenrampe de Kolinka. Hoy esa misma vía pasa entre chalés de nueva construcción, con sus jardines, barbacoas, hamacas y columpios, y decido seguirla. En la primavera de 1941, los nazis demolieron más de medio millar de casas en las inmediaciones y reciclaron el material para construir las instalaciones de Birkenau. Sin quererlo, esas vías son una representación visual de la fragilidad del relato de la historia, siempre tentado a incluir la simulación, el simulacro, la ficción o la mentira. Ahora los raíles se camuflan entre el césped, ahora desaparecen bajo el adoquinado frente a una urbanización cerrada; luego una verja me impide continuar y la rodeo. Al fondo se distinguen de nuevo las vías, ya restauradas, y los turistas pueden turnarse para captar una fotografía ya icónica. Para tomar la otra, la de la frase "Arbeit macht frei", hay que acudir al museo, el más visitado de Polonia, donde se agolpan los autobuses y se debe reservar entrada con antelación. En Cracovia, las agencias de viajes anuncian excursiones a Oswiecim, como una atracción más, al lado de la de las minas de sal de Wieliczka. Es difícil encontrar, en el contexto turístico, una forma adecuada para apro­ximarse a la aniquilación de vidas humanas. Sin embargo, el turismo es una fuente de ingresos fundamental para el mantenimiento del museo, con sus costosos trabajos de restauración. Tanto es así que, debido al cierre decretado por la pandemia, la fundación del museo hizo un llamamiento urgente para recaudar donaciones a fin de asegurar su supervivencia.

En plena cultura hipervisual, nuestra reacción inconsciente ante lo que se extiende al traspasar la entrada de Ausch­witz-Birkenau es la de que nos encontramos en un decorado cinematográfico. Vasili Grossman abrió su monumental Vida y destino con la profusión de líneas rectas del diseño de un campo de exterminio y, en la uniformidad de los barracones, veía una constatación de su carácter inhumano. Una uniformidad que contrasta con la esencia de Europa, que es contradictoria, desordenada, plural, inestable, multilingüe. Basta con hacer la prueba y buscar Ausch­witz en Google Earth. Al instante, su cuadrícula destaca entre los meandros del Vístula y las calles irregulares de Oswiecim y Brzezinka. "Un lugar como este exige al visitante que se interrogue en algún momento sobre sus propios actos de mirada", apunta Georges Didi-Huberman en Cortezas . Lo que hoy se ve ha pasado por múltiples procesos de destrucción: la de los alemanes cuando huyeron, la de los habitantes polacos al recuperar los terrenos que fueron suyos, los robos y saqueos, el deterioro, la conversión en museo y la reconfiguraron de instalaciones en locales de servicios para turistas, como la cafetería o el parking, o las décadas de relato soviético, que obviaban la dimensión judía de la catástrofe. La interrogación con la mirada pasa primero por desentrañar cada una de esas capas. Entre tanto, los retratos de los visitantes no cesan: unos apoyados en la pared de los barracones, otros haciendo equilibrios sobre la vía del tren.

En El monstruo de la memoria Yishai Sarid aborda sin sentimentalismos la complejidad de transmitir el pasado. Un joven investigador especializado en campos de exterminio redondea su sueldo ejerciendo de guía, primero en el memorial Yad Vashem de Jerusalén y luego de grupos de jóvenes israelíes que viajan a Polonia en una suerte de rito de paso. La tensión que le causa el esfuerzo de intentar hacerles imaginar lo que ocurrió o las reacciones que presencia van haciendo mella en su psique. Desde Tel Aviv, Sarid me comenta: "Hice dos veces un tour por los campos en Polonia. La primera vez cuando tenía dieciocho años. Estos viajes promueven el patriotismo en los israelíes y favorecen que el trauma del Holocausto siga siendo un factor político determinante. Después, serví seis años en el ejército de mi país. Volví a Polonia en el 2016, después de acumular lecturas. Fue una experiencia emocionalmente dura. Me formulé el tipo de preguntas que aparecen en el libro. Las víctimas a menudo son pasivas y, si nos centramos en los verdugos, no hacemos justicia a las primeras. ¿Cuántos nombres de víctimas se conocen, además del de Anna Frank? Preferí escribir sobre el presente porque evocar una respuesta emocional de lo ocurrido es artificial y conlleva cierta manipulación. En cualquier caso, visitar únicamente Polonia te aporta una imagen distorsionada de la historia y difumina el papel de Alemania. Antes habría que ir a Berlín, a Nuremberg o a Dachau. La memoria no debe mantenerse en los museos, encerrada en vitrinas".

Al norte del campo hay una zona de barracones cuya construcción no se culminó. Sin instalaciones sanitarias, comida o abrigo, se disparaba el índice de mortalidad de quienes esperaban allí a que les asignaran un trabajo forzado para el Reich. Los llamaban mexicanos, porque deambulaban por el campo envueltos en mantas de colores. El camino es largo y atrae a pocos visitantes, pues la mayoría prefiere ir hacia el Oeste, a Kanada, donde se procedía a clasificar los objetos confiscados. Estoy sola, bajo abedules y ante postes de alambrada sin restaurar. Unas estructuras rectangulares a ras de suelo indican dónde se erguían los barracones. La lluvia las ha inundado, formando una suerte de estanques. Tres ciervos se cruzan a lo lejos. Comen, avanzan despacio y se pierden a mi derecha.

Recordé que, en el concurso de 1958, el proyecto de memorial ganador, liderado por el arquitecto Oskar N. Hansen, fue un antimonumento , que consideraba todo el espacio en sí como un memorial: un camino pavimentado lo cruzaría en diagonal, dejando todo a su alrededor expuesto a la erosión del tiempo, excepto por donde pasara ese camino. De la vida se transitaría a través de la muerte para emerger de nuevo a la vida. La naturaleza, por su parte, se apoderaría de lo que quedase de las instalaciones. En cierto modo, esta opción, que no se llevó a ­cabo, intentaba evitar caer en la paradoja de Teseo, que se pregunta hasta qué punto un objeto cuyas partes se sustituyen sigue siendo el mismo o ha perdido ya su identidad genuina.

Foto: Ferrán Mateo

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28 de octubre de 2020

Imágen: Isaak Bábel, visto por Sciammarella

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Un elogio de la brevedad

Los relatos del ruso Isaak Bábel, ejecutado por el régimen estalinista, son un ejemplo maestro de lo que la exactitud y la concisión pueden obrar en una pieza literaria

Hay escritores que, olvidándose de la extensión, se lanzan a registrar hechos ocurridos o imaginados con el afán de que no se les quede nada en el tintero. Otros aspiran a sintetizar lo más significativo, aquellos episodios que, aun siendo anecdóticos y fugaces, iluminan y dan sentido a su universo narrativo. Isaak Bábel fue un gran maestro de entre los segundos. De origen judío, nacido en la cosmopolita Odesa de finales del siglo XIX -la otra ventana a Europa del imperio ruso, con permiso de San Petersburgo-, este autor es para la literatura lo que Cartier-Bresson fue para la fotografía: ambos tenían la agudeza de reconocer ese "instante decisivo" capaz de desvelar un secreto latente. "Una historia bien inventada no tiene por qué parecerse a la vida real", leemos en uno de sus cuentos; "la vida siempre trata de parecerse a una historia bien inventada".

La obra de este admirador del mot juste de Maupassant y la sobriedad penetrante de Chéjov, pero también de la exuberancia carnavalesca de Gógol, quedó en cierto modo ensombrecida por el silencio que cultivó en vida. Reacio a desprenderse de sus manuscritos, los reelaboraba sin cesar, hasta el punto de que entre un primer borrador y su versión final había tanta diferencia "como entre un envoltorio grasiento y La primavera de Botticelli". Pero fue también un silencio impuesto, sobre todo a partir de los años treinta, por la hostilidad del clima político. Antes que comprometer su independencia creativa escogió la mudez y dio prioridad a algunos encargos, sobre todo de guiones cinematográficos, para evitar caer en el punto de mira. Con todo, no logró escapar a la orden de ejecución que truncó su trayectoria artística, y ya nunca sabremos cuántos proyectos y manuscritos inéditos, confiscados durante su arresto en 1939 a las afueras de Moscú, se perdieron.

Fuera de las letras rusas, Bábel, como observó Borges, a veces ha sido calificado injustamente de "hombre de un solo libro" por su magistral La caballería roja, ejemplo de su prosa carnal y poética en absoluto ajena a la brutalidad propia de la condición humana, un título que lo encumbró como el primer gran escritor soviético. Por eso, esta recopilación de relatos autobiográficos que nos presenta Minúscula es una buena ocasión para reivindicar su originalidad y perpetuar el cumplimiento de la profecía formulada en uno de sus pasajes: "Mis historias estaban destinadas a sobrevivir al olvido".

De este ciclo de 11 cuentos -algunos de ellos publicados en vida- se tiene noticia como mínimo desde 1931, cuando el autor lo menciona en una carta a su madre, emigrada a Bélgica: "Los temas de los relatos están extraídos de mi niñez, pero, por supuesto, mucho ha sido inventado o modificado. Cuando esté terminado el libro, se hará evidente la razón por la cual tuve que hacerlo". El uso de la primera persona, tan habitual en su narrativa, y algunas coincidencias biográficas hicieron que, durante algún tiempo, se consideraran una suerte de memorias fidedignas. Dada su abrupta muerte tras un juicio sumario, se ignora la forma final que habría adoptado este proyecto literario -el más preciado para él- que comenzó en 1915.

Historia de mi palomar y otros relatos cubre un arco temporal creativo de dos décadas. En sus páginas encontramos a un Bábel más reposado y menos impresionista que en sus testimonios de la guerra en el frente polaco de 1919, de la destrucción de la cultura judía de la Zona de Asentamiento o del mundo de los bajos fondos de Cuentos de Odesa. Aun así, igualmente consigue movilizar los cinco sentidos de los lectores al echar la vista atrás, con nostalgia y compasión, a la patria de su infancia y adolescencia, de donde el protagonista judío, con una imaginación desbocada por un exceso de lectura, desea huir para ver mundo.

Cualquiera de los relatos aquí incluidos descubre lo que la exactitud y la concisión son capaces de obrar en una pieza literaria. Gracias en gran parte a su depurado estilo, aunque se refiera a un pasado lejano en el tiempo y el espacio, su voz aún nos habla desde un presente atemporal. Bábel era muy consciente de las trampas del lenguaje y, para desactivarlas, no conocía otro método que la revisión exhaustiva. A un colega le comentó: "Se necesita un ojo agudo, pues la lengua esconde con astucia su basura -repeticiones, sinónimos, tonterías-, como si todo el rato tratara de burlarse de nosotros". Según él, solo un genio podía permitirse añadir dos adjetivos a un nombre. Y una prueba de su constante ejercicio de síntesis la encontramos en ‘Informe', en el que convierte las doce páginas de ‘Mi primera paga' en un relato de seis, sin perder un ápice de su esencia: el primer sueldo ganado con su arte para fabular, que coincide con su iniciación sexual.

En este libro se ­reúnen en orden cronológico las epifanías que conforman el despertar a la vida de un niño que atesora la "chispa divina" del arte y a la conciencia de su identidad cultural, así como el conocimiento de las miserias de los adultos, de la violencia extrema y del antisemitismo, todo ello impregnado del amor a cuanto lo rodea y de su sentida belleza. Este meditado ejercicio sobre el gran poder de la imaginación para ensanchar la mirada se ejecuta con una concisión que nos recuerda que el grafito del lápiz, con la presión adecuada, se convierte en diamante.

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21 de octubre de 2020
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Pensar el caos

Cifras y promedios, estadísticas y previsiones, funciones exponenciales, comparativas por regiones y países... Líneas que representan flujos de movimiento, mapas de colores con manchas mutantes a medida que pasan los días y que dividen el mundo entre enfermedad y salud, miedo y seguridad, emergencia y normalidad. Donde me encuentro, en una Cracovia también sujeta a las medidas de distanciamiento social y de reducción de movilidad, empiezo la mañana con una nueva tentativa de penetrar en el lenguaje matemático de la pandemia. Mediante gráficos y números, se hace visible un universo microscópico al que hasta hace poco hacíamos caso omiso, como si seres humanos y murciélagos, pangolines o gorilas fueran islas inconexas entre sí, cuando, como subraya el divulgador científico David Quammen, estamos unidos por la historia evolutiva y por tener que coexistir en un pequeño planeta. El modelo imperante de crecimiento económico, devorador de ecosistemas, ha propiciado los brotes de epidemias y su expansión. En estos tiempos denominados Antropoceno, en los que ante la avalancha de desastres mirar para otro lado se convirtió en la norma, este virus debería activar nuestra conciencia global.
 
Todo aquello de lo que hoy nos alertan epidemiólogos y médicos no difiere mucho de lo que venían advirtiendo científicos de otras disciplinas: el cambio climático y sus riesgos eran ya una realidad, y el punto de no retorno se acercaba, inexorable. No hace tanto que se ridiculizaba a una activista medioambiental que dio rostro a las protestas contra el calentamiento global. La economía mundial, al parecer, no podía redefinirse, y mucho menos pisar el freno. Resulta que ahora aquellos que desoían, burlones, a la joven sueca, después de que una gran parte de la población mundial fuera confinada, tuvieron que replantearse su engreimiento ante el cierre de comercios y aeropuertos, la parálisis de la industria o la pérdida de empleos. La atmósfera por fin respiró aliviada. Despertemos y veamos lo que esta crisis sanitaria nos ha revelado: el sistema que se creía inmune a las catástrofes, tijereteado por los recortes, era un equilibrista sobre el abismo.

Los "héroes", según Platón, se definían por ser capaces de preguntar. En la actual era pandémica deberíamos mostrarnos "heroicos", en el sentido de saber formular las preguntas correctas, a salvo de ese otro virus que emponzoña nuestra vida pública. Me refiero al de la polarización y el enfrentamiento que, si por un breve instante pareció eclipsarse, no tardó en aflorar de nuevo. El nombre "héroe", añadía el filósofo griego, no se aleja demasiado del de "amor" (eros). Semidioses, los héroes nacieron del amor entre un dios o diosa por un o una mortal. A médicos, enfermeras, limpiadores y demás servicios públicos los hemos elogiado llamándolos héroes por su predisposición a "amar" mediante el cuidado. Y ellos, aun agradeciendo aquellos aplausos, nos recordaron que también son mortales y que trabajaban sin el equipamiento necesario para hacer de dioses.

El descrédito de las humanidades discurrió en paralelo a la merma de recursos para la ciencia. Son los dos saberes que guían la buena toma de decisiones. Tanto el primero como el segundo coinciden en subrayar la importancia de lo concreto. Y así lo expresaron médicos escritores como William Carlos Williams -"no hay ideas sino en las cosas"-, Mijaíl Bulgákov -"un hecho es la cosa más obstinada del mundo"- o Antón Chéjov, que exhortaba a los lectores a "no generalizar, a prestar atención a los detalles, a centrarse en lo particular". Hoy, lo concreto son las mascarillas y los respiradores -estos últimos en manos de un oligopolio-, pero también las buenas preguntas.

Debemos pensar.

 

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5 de octubre de 2020

Ilustración: Eulogia Merle

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Nuestra enfermedad

Las enfermedades atacan las células del cuerpo. También las del lenguaje, las palabras. Destruyen la sintaxis. La dificultad de describir el dolor de forma coherente conlleva una soledad particular. En la consulta médica, las frases dubitativas del paciente salen entrecortadas. ¿Qué es prioritario comentar? ¿Y cómo? Cuando se necesita más lucidez, esta parece un privilegio inalcanzable. Son finalmente la jerga médica y el lenguaje técnico de pruebas y análisis, desprovistos de emoción, los que van al auxilio de la mudez del enfermo. La traición del cuerpo desconcierta, pues hace explotar esa burbuja de pensamiento mágico que se resume en el trillado «mañana será otro día». Una de las fantasías más generalizadas entre los adultos es creer que siempre hay segundas oportunidades, escribió John Berger en Un hombre afortunado sobre un médico rural al que acompaña en la práctica de su oficio. Al enfermar, todo es relativo. No hay otro futuro que el presente de la dolencia, que tiene sentido (si lo tiene) solo para quien la sufre. Para el resto, enseguida se vuelve una historia repetitiva y banal.

En 1925, Virginia Woolf publicó un ensayo sobre la pobreza de la lengua ante la enfermedad. Poco antes había perdido el conocimiento durante una fiesta. Pasó algunos meses convaleciente «en esa extraña vida anfibia del dolor de cabeza». La exaltación por sus proyectos literarios le ocultó que «avanzaba con una rueda pinchada», hasta que su organismo se rebeló. En Estar enfermo, Woolf reflexionó sobre esta paradoja: siendo tan común la enfermedad, en la literatura su importancia como tema era residual. La vida del pensamiento siempre se elevaba sobre su armazón, el cuerpo. Las pasiones también nos hacen balbucear, argumentó, pero el adolescente que descubre el primer amor tiene a mano, para guiarlo, a un Keats o a un Shakespeare. ¿A qué se debía, pues, la resistencia a adentrarse, pluma en mano, en los «páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe»? La madre de Woolf, Julia Stephen, reunió consejos y reflexiones sobre su experiencia en salas de curas. La imaginación del enfermo, dijo en sus notas, no tiene límites. Sin embargo, esa imaginación desbocada choca con la debilidad física, la intermitencia de la atención, las ansias de huir de ese estado. Se suele poner como ejemplo de esta impotencia al escritor Alphonse Daudet. Sus obras completas ascienden a miles de páginas, pero el proyecto inspirado en su propia desintegración física, acariciado a lo largo de los doce años en que lo consumió la sífilis, apenas suman cincuenta. En la tierra del dolor se publicó póstumamente. «¿Son útiles las palabras para describir cómo se siente realmente el dolor? -se preguntaba-. Las palabras llegan cuando todo ha concluido y se ha calmado. Hablan de recuerdos, impotentes o falsos». Aunque observar el dolor cuesta tanto como mirar directamente al sol, casi un siglo después de la queja -o reto- que lanzó Woolf, los testimonios literarios sobre enfermedades hoy no son ninguna rareza.

Una metáfora es la primera expresión de consuelo que produce la mente. Iván Turguéniev describió a sus amigos franceses -entre ellos, Daudet- la sensación que experimentó cuando la hoja del bisturí se abrió paso por su carne para extirparle un neuroma: «Como un cuchillo rebanando un plátano». Describir un tormento físico pide metáforas, pero a estas las carga el diablo. En 1978, Susan Sontag desmontó en La enfermedad como metáfora las mitopoéticas y romantizaciones que distorsionan patologías como la tuberculosis o el cáncer y, sobre todo, los juicios de valor que hay detrás de las metáforas usadas. Con todo, su ensayo empieza con un símil: «La enfermedad es el lado oscuro de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos». Y añadió: «Nada hay más punitivo que dar un significado a una enfermedad». Cuando apareció la biografía de Benjamin Moser sobre la intelectual estadounidense, Sontag, me deslicé primero por los capítulos relacionados con la enfermedad, que tanto la marcaron intelectualmente. Fue incapaz de reconciliarse con la noción de morir, sinónimo para ella de extinción. Sufrió tres cánceres agresivos. El tercero, una leucemia en 2004, fue el definitivo. Moser subraya que su ensayo sobre la enfermedad ayudó a otros a no sentir sus dolencias como un juicio moral.

Un año después de la muerte de Sontag, su hijo David Rieff publicó en The New York Times una larga reflexión sobre sus últimos días, que luego amplió en Un mar de muerte. El reportero de guerra y crítico cultural contó que, si bien a su madre la consoló en parte seguir el mejor tratamiento al alcance, antes tuvo que desembolsar trescientos mil dólares, suma reservada a unos pocos privilegiados. «No puedo decir honestamente que hubiera algo justo en ello», confesó. Rieff habló con numerosos médicos sobre el sistema sanitario estadounidense. «Solo los ricos podrán elegir tratamiento», le comentó una especialista en medicina paliativa si la tendencia seguía como hasta entonces. Quince años después, según el índice de progreso social, en el país que se debate en si reelegir a Trump hay estadísticas de sanidad similares a las de Albania o Jordania, pese a ser puntero en investigación médica. Esta contradicción le sirve al historiador Timothy Snyder para trazar la relación entre salud pública y salud democrática en Our Malady. No es un libro de teoría política. Justo antes de la pandemia, Snyder se pasó diecisiete horas esperando en una sala de urgencias antes de que le trataran una septicemia derivada de una intervención mal practicada en el mismo hospital. A los errores humanos se habían sumado la sobrecarga de trabajo de médicos y enfermeros, los fallos de comunicación entre paciente y médico, y un sistema guiado por el lucro de las aseguradoras privadas. Aquel tránsito por el filo de la muerte le desveló la dimensión del problema. En una cultura que propugna por encima de todo la libertad individual, esta es imposible cuando estamos «demasiado enfermos para concebir la felicidad y demasiado débiles para perseguirla», razona Snyder. Solo con un sistema sanitario público robusto y universal es más fácil reconocer a un conciudadano como a un igual. Sin esa cobertura, el miedo a no estar cubierto en el dolor y en la enfermedad crea una sociedad débil, manipulable, desigual, injusta. También racista. «Un virus no es humano, pero es una medida de la humanidad», añade.

El sistema sanitario público español llegó extenuado a la pandemia, con las costuras tensas. Los rebrotes -cuya responsabilidad es tanto individual como política- no han dado tiempo a su personal a recuperarse física y anímicamente. En manos de políticos, la salud parece un tema más para el enconado debate con el que sacar los colores al oponente, sin medir la importancia que tiene como pilar sobre el cual se construye el sistema democrático, algo que debería estar por encima del gobierno estatal y autonómico de turno. Olvidar la relevancia de la clase cuidadora, y no cambiar nada al respecto, sería una secuela inaceptable de esta pandemia. El clamor de sus profesionales muestra que se está degradando el vínculo social que construye una atención digna, cuando la soledad del dolor se calma con la solidaridad.

 

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26 de septiembre de 2020
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La necesidad de traducir(nos)

En España debería practicarse la estima, sin excepción, por todas las lenguas
 

Leo en un artículo de La Repubblica que, según un estudio de Oxford, el 45% de los ingleses cree que el coronavirus es un arma biológica elaborada en China para destruir Occidente. En periodos de crisis -no es novedad- suelen surgir ideas conspirativas basadas en el repudio a lo extranjero.

Si algo he entendido al estudiar idiomas es que las identidades y los conceptos no son monolíticos, sino mutables. Lo que en una lengua parece una verdad indiscutible en otra requiere matizaciones. Al cambiar de código lingüístico nos bañamos en las aguas de otro río. Y eso inocula un sano escepticismo consustancial a la razón plurilingüe. Exponerse a un idioma distinto al propio -antídoto contra la banalidad de la simplificación- es un recordatorio de que el tuyo no es sino uno más entre muchos. El miope "yo" monolingüe ensancha así sus miras hacia un "nosotros" más complejo. Paul Auster admitió, sobre una antología de poesía francesa que editó en 1984, que traducir supuso para él "el primer paso para liberarme de los grilletes de mí mismo, de doblegar mi ignorancia". En el esfuerzo por comprender otra cultura, se obra un cambio interior que representa un acto de resistencia contra el pensamiento único. Es una quimera concebir una lengua autosuficiente, capaz de plasmar por sí sola todos los matices de una realidad en perpetuo cambio. Lo mismo sucede con cualquier postura intelectual o política. Dice el pensador camerunés Achille Mbembe que es esencial formular un contraimaginario que se oponga a esa demente fantasía de una sociedad sin extranjeros. El elemento "foráneo" no debería quedar reducido a una nota exótica, sino ser visto como un medidor de salud democrática. Basta recordar que, en diferentes momentos de la historia, las mayores explosiones artísticas han coincidido con olas de emigrados que promovieron ricos intercambios en ciudades como París, Berlín o Nueva York. Que fue mano de obra extranjera la que ayudó a levantarlas y convertirlas en capitales del mundo.

Las épocas lúgubres coinciden con la censura de obras extranjeras. En busca del tiempo perdido se tradujo al chino íntegramente por primera vez hace tres décadas con un título de eco fluvial. "Perdido" se transformó en "como agua", lo cual creó nuevas evocaciones: la definición confuciana del "tiempo" como "agua" o la asociación taoísta entre "agua" y "virtud". El progreso de la literatura no se entiende sin esta lógica de vasos comunicantes. Fijémonos en la lengua literaria rusa: maduró con traducciones del francés y el alemán. Luego el ruso devolvió el favor cuando se pasaron a otras lenguas obras de Tolstói, Dostoievski o Chéjov. Gracias a ellos, los modernistas británicos descubrieron una nueva forma de plasmar la psique. Virginia Woolf se animó a aprender ruso y a firmar traducciones junto con un emigrado ucraniano. En época soviética, cuando Hemingway o Faulkner se tradujeron a la lengua de Pushkin, revolucionaron la generación de escritores de los años sesenta, etcétera. Viajes de ida y vuelta en el tiempo y el espacio que expanden los horizontes mentales de los territorios.

La lengua de Europa es la traducción, decía Eco. Una manera concisa de expresar que hay multitud de idiomas y que, cuando se traducen entre sí, se crea un diálogo enriquecedor basado en la hospitalidad. En un mundo cada vez más distraído, traducir exige una escucha atenta. O, por lo menos, intentarlo. Hoy, cuando es normal silenciar la opinión contraria con un clic, dar espacio para incorporar la alteridad significa ir a contracorriente.

Las lenguas se tutean con menos complejos que sus respectivos hablantes. Es la naturaleza viva de los idiomas: desoír imposiciones, cruzar fronteras, contaminarse. Y la traducción, como privilegiado puente de enlace, es una lección de convivencia. "Dos culturas, dos lenguas, dos países se traducen -se integran, discrepan, se mezclan- en esa traducción ideal permanente, que constituye la realidad de su relación", afirma Claudio Magris. Hace poco la consellera de Cultura de la Generalitat declaró que en el Parlament se habla demasiado castellano. El diablo está en los detalles, y ese "demasiado" suyo me sorprendió, a 2.300 kilómetros de distancia, leyendo un pasaje de Leo Spitzer. Filólogo como la consellera, en 1933 tuvo que emigrar de Colonia, donde perdió su plaza de profesor universitario. Exiliado en Estambul, escribió sobre la desterritorialización de las lenguas: "Cualquier idioma es humano antes que nacional: las lenguas turca, francesa y alemana pertenecen primero a la humanidad y, luego, a los turcos, a los franceses y a los alemanes". Demostrar estima por todas las lenguas sin excepción es algo que se espera primero de un filólogo y luego de un alto cargo de cultura. Se debería practicar siempre, también en el resto de España.

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23 de septiembre de 2020
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